Las dos chicas abrieron los ojos al unísono, sin una pizca de desconcierto en sus miradas. No importaba dónde estaban, porque todo lo que existía en ese espacio sin fin era suyo. Sus creaciones, sus errores, sus juegos más crueles y sus historias más retorcidas, todas reunidas en ese salón que parecía extenderse hasta el infinito.
Las sombras a su alrededor eran familiares. Todas tenían rostros que alguna vez moldearon, voces que escribieron con la misma facilidad con la que las quebraron. Eran personajes que nunca conocieron la felicidad sin que esta fuera teñida de sangre o pérdida, víctimas de tragedias que ni siquiera fueron casualidad, sino una decisión meticulosa. Los miraban con ira, con resentimiento, con desesperación, pero las autoras solo alzaron el mentón, con la espalda recta y la mirada vacía de cualquier señal de compasión.
Uno a uno, empezaron a avanzar.
Los Amantes Rotos
Fueron los primeros en dar un paso adelante, la pareja que nunca pudo estar junta. Sus ojos reflejaban la misma pregunta que habían formulado en cada página, en cada escena donde sus manos casi lograban rozarse antes de ser brutalmente separadas.
—No entendemos —susurró ella, con la voz quebrada—. Nos juntan, nos hacen creer que esta vez todo irá bien… y entonces lo destruyen. ¿Por qué?
La más baja de las autoras, con la mirada afilada como el filo de un cuchillo, los recorrió de pies a cabeza, como si fueran una mera distracción.
—Una pareja con una vida feliz es aburrida y poco realista —declaró con frialdad. Sus ojos se posaron en él, que temblaba apenas perceptiblemente bajo su escrutinio—. Detesto la fantasía cuando no conlleva sufrimiento.
La otra autora, más alta y de rostro impasible, ni siquiera se dignó a mirarlos cuando murmuró:
—Están así por su propia indecisión. Y, una vez más, buscan culparnos por su miserable historia.
Los enamorados no encontraron respuesta. No había nada que pudieran decir. Sabían que luchar contra ellas era inútil. Así que se dieron la vuelta, aferrándose el uno al otro como si esa fuera la única verdad que les quedaba, resignados a una historia donde jamás encontrarían un final juntos.
Los Monstruos Nacidos del Dolor
Tres jóvenes fueron los siguientes.
La primera, una chica de ojos hundidos por el peso de la culpa, fue quien habló:
—Maté a la única persona que me quería… y ni siquiera me permitieron sentir arrepentimiento.
El chico a su izquierda tomó la palabra después de ella.
—Todos retroceden aterrorizados cuando me ven a los ojos. Nadie se queda. Nadie soporta lo que soy.
El último, que nunca había conocido el dolor, se adelantó con una voz carente de toda emoción:
—No siento nada. Ni alegría, ni tristeza. Soy un cascarón vacío.
La autora más baja soltó una carcajada, burlona, venenosa.
—Pero si son nuestras creaciones más grandiosas.
La otra sonrió ante el comentario, un destello de orgullo retorcido en su expresión. Pero sus palabras solo avivaron la rabia de los tres.
—Somos monstruos —dijeron a la vez, sus voces fusionándose en un eco siniestro.
—¿No es eso lo que querían? —preguntó la autora más alta, con un deje de diversión en la voz—. ¿Poder? ¿Ser invencibles?
—No de esta manera —gruñó el chico de la mirada maldita.
—Ups —murmuró la pelicastaña con una sonrisa perezosa—. No todo se consigue como queremos, ¿verdad?
El chico sin emociones avanzó un paso más, con una furia que parecía a punto de hacerle recuperar lo que ellas le habían robado.
—Ustedes son las verdaderas monstruos.
La pelinegra inclinó la cabeza con fingida curiosidad antes de soltar con burla:
—Al menos a mí me quieren cerca.
Su risa resonó entre los estantes interminables. Y con un simple gesto de su mano, los tres fueron forzados a retirarse.
El Esclavo de sus Deseos
Luego llegó él. Atado con cadenas que solo él sostenía.
—Tenía la vida perfecta —susurró entre sollozos—. ¿Por qué tuve que terminar así?
La pelinegra lo ignoró, ni siquiera dignándose a responderle. Pero la pelicastaña, con un brillo cruel en los ojos, sostuvo su propio mentón entre los dedos, simulando reflexión.
—Yo solo te di un deseo, cariño —ronroneó—. Y tú elegiste convertirlo en tu prisión. Ahora ya no solo eres esclavo de tu necesidad por tener lo que no es tuyo… sino de la desesperación de saber que nunca lo recuperarás.
Él cayó de rodillas, sin encontrar una réplica. No la había.
Los Otros Perdidos
Y entonces, uno tras otro, pasaron los demás.
El sacerdote corrupto que intentó engañar hasta a su propio dios.
El experimento que anhelaba ser humano, pero nunca dejó de ser un monstruo.
Los actores condenados a estar juntos, aun cuando cada uno deseaba destruir al otro.
El traidor que creyó que su decisión lo haría libre, solo para descubrir que lo dejó vacío.
El extranjero, señalado y marcado sin jamás haber cometido pecado.
Todos culpaban a las autoras. Todos vomitaban su odio en palabras que se perdían en el aire. Pero ellas respondían con la misma frialdad con la que escribían cada una de sus historias, con la indiferencia de diosas que sabían que su poder no podía ser cuestionado.
El Favorito y la Promesa Final
Y entonces… llegaron ellos.
Cada uno el favorito de una de las autoras.
La chica, la más mimada de la pelicastaña, pero también la más herida.
El chico, el único que la pelinegra había protegido más de lo necesario.
Sus ojos no reflejaban odio ni ira. Solo una pregunta silenciosa.
¿Por qué?
Por primera vez, las autoras suavizaron su mirada. No con compasión. Con algo más profundo. Dolor.
Se acercaron a ellos, sin arrogancia esta vez, sin superioridad. Y los abrazaron, como si fueran lo único real en ese espacio sin final.
—Todo mejorará —les prometieron al oído.
Pero el resto no estaba satisfecho.
El resentimiento creció, se convirtió en algo físico, palpable. Y entonces, con un rugido de furia, se lanzaron sobre ellas.
No llegaron lejos.
Con un chasquido, algunos cayeron al suelo, agonizando en un dolor indescriptible. Otros quedaron paralizados, sin poder moverse, sin poder respirar, atrapados en un limbo donde ni siquiera el alivio de la muerte los alcanzaría.
—Con cuidado —advirtió la pelinegra, su voz tan letal como un cuchillo en la garganta—.
—Aquí donde nos ven —completó la pelicastaña, con una sonrisa que helaba la sangre—, podemos hacer de su existencia un infierno aún peor.
No estaban jugando.
Y lo sabían.
Ellas podían matarlos una y otra vez, y en este lugar, solo se regenerarían para volver a sufrir. Porque al final del día, en este archivo eterno… las autoras siempre ganaban.