El reloj marcaba las 11:49 p.m. cuando Daniel llegó a la estación. Las calles estaban desiertas, y la única iluminación provenía de los faroles temblorosos que proyectaban sombras erráticas sobre el pavimento húmedo. Apenas bajó las escaleras del metro, sintió un escalofrío recorrerle la espalda.
El andén estaba vacío. El único sonido era el goteo intermitente de alguna tubería rota y el zumbido de los fluorescentes parpadeantes. El último tren llegaría en dos minutos.
Daniel se frotó las manos. El aire en la estación era gélido y tenía un olor extraño, algo salmón con un fondo metálico. Miró su reflejo en la ventanilla de la taquilla cerrada, pero la imagen parecía un poco distorsionada, como si el vidrio no estuviera del todo sólido.
El tren llegó.
Las luces parpadearon violentamente cuando los vagones se deslizaron en el andén con un chirrido seco. Daniel sintió un mareo repentino, pero ignoró la sensación y subió. Las puertas se cerraron tras él con un chasquido húmedo, como si la máquina respirara.
El vagón estaba vacío. No, no vacío… erróneo.
Los asientos parecían estar hechos de un material blando, más carnoso que sintético. Las ventanas vibraban como la superficie de un lago, y aunque el tren se movía, el paisaje exterior era una oscuridad sin fondo.
Daniel tragó saliva. Algo estaba mal.
Se cambió de asiento y miró el reloj digital en la pared del vagón. 11:49 p.m.. No había avanzado ni un minuto.
El tren tembló.
Un golpe seco sonó en el techo, como si algo pesado hubiera aterrizado sobre él. Daniel se puso de pie, el corazón latiéndole con fuerza. Otro golpe. Luego otro. Algo estaba arrastrándose sobre el vagón.
Entonces, el sonido cambió. Ya no caminaba. Ahora raspaba.
El metal crujió y un líquido oscuro comenzó a filtrarse desde las rejillas de ventilación. El olor era más fuerte ahora, un hedor marino y pútrido que le revolvió el estómago. Daniel retrocedió hasta la puerta que conectaba los vagones y la forzó. No se abría.
Arriba, algo se detuvo.
El tren se oscureció por completo, dejando a Daniel sumido en una negrura asfixiante. Durante unos segundos, lo único que pudo oír fue su propia respiración entrecortada.
Entonces, algo golpeó la ventana.
La luz roja de emergencia parpadeó un instante, y en ese destello lo vio.
Era una figura amorfa, un gigante con la piel grisácea, como la de un pez en descomposición. Su silueta era vagamente la de un tiburón, pero sus extremidades eran demasiado largas y retorcidas, terminando en protuberancias informes. No tenía ojos, pero una grieta en su cabeza se abrió para revelar una fila de dientes afilados, torcidos, imposibles.
Daniel gritó y corrió hacia el otro extremo del vagón. Intentó abrir la puerta de emergencia, pero el metal estaba cubierto de una capa viscosa que le quemó los dedos. El tren se estremeció y el monstruo se lanzó contra él.
El vidrio se rompió como una membrana gelatinosa, y el ser se filtró dentro, su carne ondulando como si no tuviera huesos.
Daniel corrió.
Atravesó vagón tras vagón, pero el pasillo parecía infinito. El tren nunca terminaba.
El sonido de garras arrastrándose por el suelo lo perseguía, cada vez más cerca. De reojo, vio cómo las paredes se deformaban, como si estuvieran respirando. El tren ya no era un tren.
Era algo vivo.
El monstruo rugió, un sonido profundo y vibrante, como el eco del océano en una caverna sin fondo. Daniel tropezó y cayó de bruces sobre el suelo blando del vagón. Miró hacia arriba justo a tiempo para ver la criatura abrir su enorme boca, lista para devorarlo.
En el último segundo, Daniel saltó al vacío.
La puerta al final del vagón, que hasta ahora había estado cerrada, se abrió de golpe y él cayó en la negrura absoluta.
Silencio.
Cuando despertó, estaba de pie en la estación.
El reloj marcaba las 11:49 p.m.
Y el tren estaba llegando.