Todo se remonta a la realidad que estás viviendo; cada pensamiento abre una incertidumbre, cada pregunta añade ingredientes a un cóctel de emociones donde el miedo predomina. Mirando al techo, que es tu cielo nublado, solo escuchas el sonido de tu propia respiración, que cada vez se hace más corta. Un nudo en la garganta, sofocante y pesado, que te ahoga. Entre un crujir, se desborda la copa de la ira, cuestionando todas las decisiones que te han llevado hasta este estado. Miras a tu cielo pidiendo libertad de las ataduras mentales, esas que te hacen perder la fe en ti, esas que limitan y saquean tus sueños. En ese momento, quieres que algo extraordinario pase, ya sea una señal, algo que te muestre el camino hacia la verdad, el sendero de la luz guiándote en la oscuridad. Esperamos una manifestación tangible que confirme que no estamos solos en este viaje llamado vida. Sin embargo, cuando menos lo esperas, surge una sensación interna, algo que te da calma y esperanza; sientes tranquilidad y es ahí cuando te das cuenta de que no estás solo. La divinidad vive en cada uno de nosotros; ese poder habita en nuestro interior, independientemente de la cultura o religión, ya sea Jesús, Shiva, Jehová, o cualquier deidad. Ese poder se manifiesta en lo que crees y depositas tu fe. Yo creo en Dios; él es mi universo. Para hacer conexión con mi universo, tuve que atravesar mi propia noche oscura del alma.