Lucas odiaba la casa de su abuela. Siempre le pareció demasiado grande para una sola persona, con pasillos oscuros y puertas que crujían incluso cuando nadie las tocaba. Pero tras su muerte, tuvo que pasar unos días allí, ordenando sus cosas.
La primera noche, mientras recorría la casa con una linterna, encontró una puerta que nunca había visto antes. Estaba al final del pasillo, donde recordaba que solo había una pared.
La abrió.
Dentro, la habitación estaba llena de juguetes viejos y muebles cubiertos de polvo. Una cuna en el centro del cuarto llamó su atención. Se acercó, sintiendo que el aire se volvía denso.
Dentro de la cuna había un muñeco de trapo con ojos de cristal negro.
—No estás solo —susurró una voz infantil.
Lucas giró en seco, pero no había nadie. Miró de nuevo el muñeco, y su cabeza ahora estaba girada hacia él.
Un ruido detrás lo hizo congelarse. Algo respiraba en la oscuridad.
Salió corriendo de la habitación y cerró la puerta con fuerza. Se quedó apoyado contra ella, jadeando. Cuando encendió la linterna de nuevo, su piel se erizó.
La puerta había desaparecido. Solo quedaba la pared, como si nunca hubiese estado allí.
Y en el suelo, justo a sus pies, estaba el muñeco de trapo. Sonriendo.