La tormenta rugía afuera, haciendo vibrar los cristales de la enorme habitación. Ian respiraba con dificultad, con la espalda contra la pared y los labios entreabiertos, tratando de ignorar el peso de la mirada que lo devoraba en la penumbra.
Aiden estaba demasiado cerca. Su cuerpo alto y firme bloqueaba cualquier intento de escape, y su aliento rozaba la piel de Ian con cada exhalación pausada.
—¿Por qué siempre huyes? —preguntó Aiden en un murmullo, deslizando un dedo por la línea de su mandíbula.
—No huyo… —susurró Ian, pero su voz tembló.
Los labios de Aiden se curvaron en una sonrisa lenta, como si disfrutara de su lucha interna. Su mano subió hasta tomar su mentón con suavidad, obligándolo a mirarlo. Sus ojos de color azul brillaban en la penumbra, intensos, calculadores.
—Siempre lo haces —murmuró—. Pero hoy no te dejaré.
Ian tragó saliva. Su corazón golpeaba con fuerza contra su pecho, una mezcla de anticipación y negación.
—Aiden…
No pudo decir más. Aiden inclinó el rostro, rozando sus labios apenas, probando su reacción. Ian se quedó inmóvil, sintiendo el calor recorrer su cuerpo como un incendio.
—Dime que me detenga.
Ian cerró los ojos un instante, tratando de encontrar la respuesta correcta. Pero cuando Aiden lo besó de verdad, con firmeza y sin prisas, todo pensamiento coherente se desvaneció. Sus manos, que antes temblaban, se aferraron a su camisa, y su cuerpo, antes rígido, cedió ante el peso de ese deseo que llevaba demasiado tiempo negando.
La tormenta afuera rugió con más fuerza, pero dentro de la habitación, solo existían ellos dos.