La primera vez que la vi, la oscuridad la abrazaba como si formara parte de ella. Estaba sentada en el último banco de la iglesia abandonada, la cabeza inclinada hacia atrás, los ojos cerrados, como si esperara algo... o a alguien.
Me quedé en la entrada, dudando. No debía estar allí, pero algo en ella me llamaba, como el murmullo de una sirena. Me acerqué despacio, el eco de mis pasos resonando entre las paredes frías.
—¿Vienes a confesarte? —dijo sin abrir los ojos, su voz suave, pero con un filo peligroso.
—No soy de los que piden perdón —respondí, sentándome a su lado.
Sus labios se curvaron en una sonrisa amarga.
—Entonces, estás en el lugar correcto. Aquí no hay redención para gente como nosotros.
No le pregunté su nombre. No hacía falta. Ella era un misterio envuelto en sombras, y yo siempre había tenido una debilidad por las cosas que prometían destrucción. Esa noche hablamos durante horas, bajo el techo derrumbado, mientras la luna nos observaba como testigo silencioso.
Me volví adicto a ella. A sus silencios. A la tristeza que escondía en cada mirada. A su forma de hacer que el mundo pareciera un poco más vacío cuando no estaba. Y, sin darme cuenta, me perdí en su caos, hasta el punto en el que ya no sabía dónde terminaba ella y dónde empezaba yo.
—Me vas a romper —le dije una noche, con la voz apenas un susurro.
Ella me miró, sus ojos fríos pero sinceros.
—Te advertí que no me buscaras.
Sabía que tenía razón, pero no me importaba. Le di todo. Mi tiempo, mi confianza, mi corazón... cada pedazo de mí. Y ella lo aceptó, sin prometer nunca devolverme nada a cambio.
Entonces llegó el final.
Aquella última noche, la encontré de nuevo en la iglesia, su figura iluminada solo por la tenue luz de una vela. Esta vez había lágrimas en sus ojos, algo que nunca había visto en ella.
—Lo siento —dijo, y su voz se quebró.
No entendí hasta que vi la pistola en su mano.
—¿Por qué? —pregunté, mi pecho ardiendo de dolor y confusión.
—Porque amarme siempre fue tu sentencia de muerte. —Me miró una última vez, sus ojos llenos de una tristeza infinita.
Y antes de que pudiera detenerla, el disparo resonó en la iglesia vacía.
La vela titiló una última vez antes de apagarse, dejándome solo en la oscuridad.