Las luces parpadeaban en el viejo edificio. Adrián subió las escaleras, sus pasos resonaban en el silencio absoluto. Había recibido un mensaje anónimo: "Te espero en el cuarto piso. No faltes."
No conocía el número. Pensó que podía ser una broma, pero algo en el tono de esas palabras lo inquietaba. Llegó al cuarto piso y el pasillo lo recibió con un frío repentino. Al fondo, una puerta entreabierta dejaba ver una tenue luz.
Adrián se acercó con cautela. Empujó la puerta lentamente. Era una habitación vacía, con paredes descascaradas y un gran espejo en el centro. Se miró en el reflejo, pero algo no estaba bien.
El reflejo no lo imitaba.
Adrián alzó la mano, pero su imagen permanecía inmóvil, observándolo con una sonrisa torcida que él no hacía. Dio un paso atrás, pero su reflejo se acercó, pegando las manos contra el vidrio desde el otro lado.
—No me gusta estar aquí solo... —susurró su propia voz desde el espejo—. ¿Por qué no intercambiamos lugares?
Adrián quiso correr, pero algo invisible lo sujetó. Sintió un tirón en el pecho y, en un parpadeo, estaba del otro lado del vidrio. Golpeó desesperadamente el cristal mientras veía a su reflejo, ahora libre, salir de la habitación.
—¡No! ¡Déjame salir! —gritó, pero su voz no resonaba en la realidad.
El otro solo lo miró una última vez antes de cerrar la puerta, llevándose su vida y dejando a Adrián atrapado en el espejo para siempre.