Al día siguiente, él no vino a las cinco en punto como siempre. Pasaron minutos, luego una hora, y la mesa de siempre seguía vacía.
Traté de no pensar en eso mientras atendía a otros clientes, pero cuando la puerta finalmente sonó y lo vi entrar, algo en mi pecho se relajó.
—Americano, sin azúcar —dijo, como siempre.
Pero esta vez, cuando le entregué el vaso, en lugar de irse a su mesa, se quedó parado frente a la barra.
—¿Y? —preguntó, cruzándose de brazos.
Fruncí el ceño, confundido.
—¿Y… qué?
Rodó los ojos y sacó una servilleta arrugada de su bolsillo. Era la que me había dado ayer con su nota: "El café sigue siendo amargo… pero si lo tomamos juntos, creo que sabrá mejor”.
—Te di esto —dijo, levantando una ceja—, y me ignoraste.
Sentí un calor subir a mis mejillas.
—No te ignoré.
—Entonces…
Suspiré y tomé un bolígrafo. Con una sonrisa pequeña, escribí en una servilleta y se la pasé.
“Mi turno termina en diez minutos. ¿Me esperas?”
Él leyó la nota y, por primera vez, sonrió.
—Diez minutos —repitió—. No más.
Supe que estaba mintiendo. Y cuando salimos juntos de la cafetería, con dos cafés en la mano, entendí que el suyo, tal vez, ya no era tan amargo.