En el corazón de un castillo tan vasto como una ciudad, Elias miraba el horizonte desde la ventana de su torre. Las colinas verdes parecían extenderse hasta el infinito, prometiendo una libertad que nunca conocería.
—¿Por qué insistes en mirar hacia afuera? —preguntó el emperador, entrando al cuarto con la misma majestad con la que gobernaba. Sus ojos, fríos y calculadores, se suavizaban solo cuando miraban a Elias.
—Porque ahí está mi vida —respondió Elias sin girarse. Su voz era firme, pero cargada de tristeza—. No soy un ave para ser encerrado.
El emperador suspiró, acercándose. Tocó el hombro de Elias, con una mezcla de amor y posesión.
—Te amo más que a mi reino, más que a mi propia vida. ¿Cómo podría dejarte ir?
Elias lo miró por primera vez, con una furia contenida.
—¿Amarme? Esto no es amor. Es codicia disfrazada de deseo.
El emperador no respondió. En lugar de palabras, lo único que ofreció fue un beso en la frente, frío como una sentencia.
Esa noche, mientras el castillo dormía, Elias intentó escapar. Pero las puertas estaban selladas, las torres vigiladas, y cada pasillo parecía más estrecho. Al amanecer, agotado y derrotado, regresó a su torre.
El emperador lo esperaba allí, sentado en una silla tallada en oro.
—Te dije que eres mío, Elias. El mundo allá afuera es cruel. Aquí, tienes todo lo que necesitas.
Elias no respondió. Miró una vez más por la ventana, jurando en silencio que encontraría una forma de ser libre, aunque le costara la vida. Porque incluso la muerte era preferible a la jaula dorada en la que vivía.