Título: En el silencio de los balcones
Genero: humor y romance
El servicio militar fue raro, en el buen sentido. Y cuando digo raro, me refiero a que no entendí mucho de lo que pasó, pero bueno, sobreviví. Al final, me dieron un diploma que más que un reconocimiento, parecía una carta de exoneración. "Juan Pérez", decía con letras grandes, "ahora apto para no usar uniforme". Y yo, claro, sentí una mezcla de orgullo y alivio, porque, sinceramente, me veía más en un bar que en un campo de batalla.
Lo que no sabía era que mi vida cambiaría más de lo que esperaba, y no por un soldado enemigo, sino por un virus. El COVID-19 irrumpió en nuestras vidas de manera tan inesperada como si fuera el villano de una película barata. En un abrir y cerrar de ojos, estábamos todos encerrados en nuestras casas, como si el mundo entero hubiera decidido darnos una clase magistral de cómo convertir una habitación en una cárcel.
Entonces, fue cuando mi vecina, Lucía, se volvió parte de mi nueva rutina de confinamiento.
Lucía vivía en el apartamento de al lado. Y no, no era una vecina ruidosa ni esa persona que te da miedo porque siempre te mira por el pasillo con cara de "te voy a denunciar". De hecho, era todo lo contrario. Siempre la veía desde mi ventana mientras regaba sus plantas, y, por alguna razón, me daban ganas de conversar con ella, pero el temor a parecer un tonto me frenaba.
Hasta que, un día, la pandemia lo cambió todo.
Al principio, lo admito, lo de estar encerrado no me molestó tanto. Estaba acostumbrado a la disciplina del servicio, y pensé que sería como unas largas vacaciones. Pero después de tres semanas de comer pizza congelada y ver series sin sentido, me di cuenta de que mi vida social había desaparecido. Había algo en la monotonía de estar solo que me comenzaba a agobiar. Fue en ese momento cuando empecé a observar más a Lucía, desde mi ventana, claro. Pero no era como un espía, no... Bueno, tal vez un poquito, pero no de los malos.
Una tarde, vi que Lucía salió al balcón, y por alguna razón, decidí que era mi oportunidad. No tenía idea de qué iba a decir, pero al menos podría dar un saludo, ¿no? Respiré hondo, me acomodé en el sofá, me limpié un poco la pizza de la camisa y me acerqué al balcón.
"¡Hola!" le grité, nervioso, como si hubiera estado practicando el saludo durante días. ¿Es raro gritarle "hola" a tu vecina desde el balcón? Claro que sí, pero ya estaba demasiado involucrado en el momento como para arrepentirme.
Lucía levantó la vista, sorprendida, pero luego sonrió. "¡Hola! ¿Cómo estás? Ya veo que estás aprovechando al máximo el encierro."
"¡Claro! Hago ejercicio, veo Netflix... y, eh... también practico cómo hablar con mis vecinos." Traté de hacer una broma, pero sonó más como un intento desesperado de parecer simpático. Me sentí un poco idiota, pero Lucía se rió, y eso, inexplicablemente, me hizo sentir como si estuviera ganando algo.
"Bueno, es un buen momento para aprender a socializar a través de los balcones", respondió, mientras agitaba una maceta con una planta. "¿Sabías que las plantas ahora son mi única compañía? Ya les he puesto nombres y todo."
Mi rostro se iluminó. "¿Nombres? ¿A tus plantas? ¿En serio?"
"Sí", dijo con una sonrisa traviesa. "La de la esquina es 'Pepita', y la de en medio es 'Florencia'. Las otras no tienen nombre porque aún no he decidido si viven o no. Las mato con amor."
Me reí, sinceramente divertido. "Te entiendo. Yo también mato con amor, pero mi amor tiene la forma de pizza y películas malas."
"Ah, entonces, eres un hombre de cultura", bromeó Lucía, y luego agregó: "¿Te gustaría tomar un café el próximo fin de semana, de balcón a balcón?"
De repente, todo se detuvo en mi mente. Mi cerebro hizo un ruido de 'error'. ¿Café? ¡Café! Claro, estaba listo para tomarlo. Sin pensarlo mucho, respondí de manera casi automática.
"¡Claro! Sería genial. ¿Nos vemos a las cinco?"
"Perfecto. Hasta el sábado, entonces."
Dejé de mirar su balcón y volví al mío como si me hubiera ganado la lotería, pero con menos dinero y más emoción. Estaba tan nervioso que, cuando me senté de nuevo en el sofá, casi caí. Aún no sabía cómo había llegado a esta conversación. ¿Café? ¿Nosotros? ¿De balcón a balcón? Estaba emocionado, pero también, si soy honesto, un poco aterrorizado.
El día del café llegó rápidamente, y me encontré en un dilema. ¿Qué hacía para no parecer un idiota? Después de una hora de intentar encontrar una taza decente, terminé con la más fea que tenía, una que había ganado en un concurso de la empresa en la que trabajaba. Con orgullo, la llené con café instantáneo (no estaba para hacer un café de verdad) y me dirigí hacia el balcón.
Lucía ya estaba en el suyo. Cuando la vi, su sonrisa me hizo sentir como si todo estuviera bien. Se veía radiante, como si estuviera tomando este confinamiento con gracia. Yo, por otro lado, me sentía como un idiota con mi taza de café horrible, pero bueno, eso era lo que había.
"¡Hola! ¿Estás listo para este evento épico?" me dijo Lucía, levantando su taza (que, debo admitir, se veía mucho más elegante que la mía).
"¡Claro! ¡Esto va a ser lo mejor de la semana!", respondí, levantando mi taza con una sonrisa tonta.
"Entonces, cuéntame, ¿cómo te ha ido durante el confinamiento?" Lucía parecía genuina, como si realmente quisiera saberlo. Y, sinceramente, eso me relajó.
"Bueno... he estado mirando a las plantas desde mi ventana", respondí, riendo. "Y, eh, también he estado entrenando mi habilidad para hacer malabares con latas de sopa."
Lucía se rió tanto que casi se le cae el café. "¿Malabares con latas de sopa? ¡Eso es una habilidad de vida!"
"Claro, si algún día el mundo se acaba y solo quedan latas de sopa, seré el rey de la supervivencia."
"Bueno, en ese caso, quiero ser tu súbdita", dijo Lucía, y su tono de voz me hizo pensar que estaba bromeando, pero también me hizo sentir increíblemente bien.
La conversación fluyó durante horas, hablando sobre cosas ridículas como nuestros peores intentos de hacer pan casero y lo mucho que extrañábamos ver gente en la calle. La conexión fue instantánea. ¿Quién lo hubiera dicho? Yo, el tipo que casi nunca habla con nadie, estaba pasando la tarde riendo y charlando con Lucía como si nos conociéramos desde siempre.
Pero, por supuesto, la vida nunca es tan simple, y el giro inesperado llegó cuando, de repente, Lucía soltó una bomba en medio de nuestra conversación casual.
"Por cierto, Juan, no te lo he dicho, pero... Estoy saliendo con alguien."
Me quedé congelado por un segundo, mi café casi se me cae de la mano. “¿Qué? ¿Estás... con alguien? ¡Pero... pero si estamos tomando café de balcón a balcón!”
Lucía soltó una risa nerviosa. "No es así. Es que... bueno, mi 'alguien' es mi planta llamada 'Florencia'. Ella me entiende mucho mejor que las personas."
Mis ojos se abrieron de par en par. "¿Tu planta? ¡¿Qué?! ¿Tienes una relación con tu planta?"
"Sí", dijo, riendo a carcajadas. "¡Claro! ¡Es mi compañera! ¿No te parece el mejor tipo de relación? Ella siempre me escucha y nunca me deja en visto."
Estaba tan confundido que no supe si reír o llorar. Pero, de alguna forma, me sentí aliviado. Por alguna razón, me gustaba que Lucía fuera tan rara. Y, aunque Florencia tuviera la ventaja, no iba a rendirme tan fácilmente.
“Entonces, ¿quieres que Florencia venga a nuestras futuras reuniones de café?”
Lucía me miró, sorprendida, y luego soltó una carcajada. "¡Claro! Florencia es la invitada de honor. Y tú, por favor, que tu lata de sopa esté lista para el show."
Y así, con risas, comenzó nuestra historia de balcones, café y plantas, en medio de una pandemia que no sabíamos cómo iba a terminar, pero que, al menos, nos dio la oportunidad de encontrar algo inesperadamente bueno: una amistad (y tal vez algo más) que comenzó con una broma tonta y una planta llamada Florencia.