El acuerdo fue sencillo. Un año. Nada más. Ambos lo sabían, y los términos estaban claros. Ninguno de los dos esperaba más de lo que estaba escrito en ese contrato: vivir juntos, compartir una casa, las cuentas y los horarios, pero nada de sentimientos. No se permitían caricias espontáneas, ni abrazos fuera de lugar, ni palabras de afecto que pudieran complicar las cosas. Al final del año, el contrato sería renovado o cancelado, y cada uno continuaría su vida por separado, sin ataduras. Sin compromisos.
Marina era una mujer de lógica y control. Había pasado por demasiadas relaciones fallidas para creer en el amor romántico. Había aprendido que los sentimientos eran innecesarios, confusos, peligrosos. Y lo peor de todo: incontrolables. Ella necesitaba estabilidad, algo concreto. La vida de adulto era demasiado complicada para perder tiempo con ilusiones. Así que cuando Ricardo apareció, a pesar de ser el tipo de hombre que normalmente habría rechazado, lo vio como una oportunidad. Una relación práctica. Un contrato de convivencia. Nada de sentimientos, nada de expectativas.
Ricardo, por su parte, también había sido golpeado por el amor, pero de una manera más devastadora. Después de un matrimonio que terminó con una mentira que lo destruyó, decidió que nunca más pondría su corazón en manos de otra persona. El amor era una fantasía absurda, pensaba. Lo que necesitaba era alguien que le ayudara a mantener la vida en orden: un compañero de casa, no una pareja emocional. Al principio, el contrato con Marina le pareció una solución perfecta.
Ambos firmaron sin pensarlo mucho. No había nada en ese contrato que los hiciera dudar. Se mudaron juntos en silencio. Marina ocupó la habitación principal y Ricardo se acomodó en la segunda. El espacio era amplio, cómodo, funcional. El primer día fue extraño, pero pronto se convirtió en una rutina tranquila. Desayunaban juntos, a veces incluso cenaban, pero nunca compartían más que una conversación ligera sobre los quehaceres del día. No había juegos de palabras, no había bromas, ni secretos compartidos.
Al principio, todo estuvo bien. Los primeros tres meses fueron fáciles. Ambos se enfocaron en sus rutinas. Marina pasaba sus días en la oficina, y Ricardo tenía su propio negocio en línea, que le permitía trabajar desde casa. Apenas se veían durante el día, solo cruzaban palabras cortas cuando se encontraban en la cocina o en el pasillo. No había contacto físico, ni miradas que pudieran decir algo más de lo que se había acordado.
Pero con el tiempo, las pequeñas cosas comenzaron a cambiar.
Una mañana de invierno, Marina se despertó y fue directo a la cocina a preparar su café. Sabía que Ricardo tomaba su café de una manera específica: con leche, sin azúcar, a temperatura perfecta. Sin pensarlo demasiado, preparó una taza para él, como un gesto que ni ella misma podía explicarse. Cuando se la dejó sobre la mesa, Ricardo entró, un poco sorprendido.
—¿La preparaste para mí? —preguntó él, con una leve sonrisa.
Marina, sin mirarlo demasiado, asintió.
—Es lo que haces, ¿no? Prepares el café para ti, así que pensé que... Bueno, pensé que lo preferirías así.
Ricardo no dijo nada más, pero esa pequeña acción se quedó con él durante todo el día. No estaba acostumbrado a este tipo de gestos. Había vivido en un matrimonio donde las acciones de cariño eran siempre forzadas, pero algo en Marina parecía genuino, aunque no lo dijera en voz alta. Aquel pequeño gesto le mostró que, quizás, ella no era tan fría como parecía.
Durante semanas, pequeñas acciones como esa comenzaron a repetirse. Una vez, Ricardo dejó un libro que había terminado en la mesa de la sala, y sin decir palabra alguna, Marina lo recogió, lo organizó y lo guardó en el estante donde él solía poner sus libros. Otro día, cuando Ricardo estaba agotado después de un largo día de trabajo, Marina le preparó una cena, sencilla pero reconfortante: una sopa caliente, pan recién horneado. Nadie dijo nada sobre ello. No hacía falta. Pero esos pequeños detalles comenzaron a acumularse, llenando los vacíos que ninguno de los dos había planeado.
Un día, cuando el invierno dio paso a la primavera, un viento cálido entró por la ventana abierta del comedor, y Marina se encontraba sentada junto a ella, mirando cómo las flores comenzaban a brotar. Ricardo, por primera vez en meses, la miró con atención. Algo en su rostro había cambiado, aunque no pudiera señalar qué era. Ella no se dio cuenta, pero él sí: en sus ojos había una suavidad, una vulnerabilidad que nunca había notado antes. No fue algo que se dijera, pero en ese momento, sin pensarlo, Ricardo dio un paso hacia ella.
—¿Quieres salir a caminar? —preguntó, rompiendo el silencio.
Marina lo miró, un poco sorprendida, pero sonrió, como si algo dentro de ella también necesitara romper esa barrera invisible que había construido. Salieron a caminar juntos, sin hablar mucho, solo caminando lado a lado, respirando el aire fresco de la mañana. Ninguno de los dos dijo nada, pero ambos sabían que algo estaba cambiando. Lo que había comenzado como una simple convivencia de contrato se estaba convirtiendo en algo más profundo. Algo que ninguno había planeado, ni previsto.
A lo largo de los siguientes meses, las pequeñas cosas se convirtieron en gestos más grandes. La forma en que Marina miraba a Ricardo cuando él se reía de algo tonto, o cómo él la protegía sin pensarlo cuando un ruido extraño los despertaba en medio de la noche. Nadie habló de lo que estaba pasando, pero el contrato que había sido firmado con tanta frialdad comenzó a desmoronarse. La barrera entre lo que se permitían y lo que sentían se hizo borrosa.
Al final del año, llegó el momento de la renovación del contrato. Ambos se sentaron en la mesa de la cocina, con los papeles frente a ellos, pero ninguno de los dos tomó el bolígrafo. En silencio, se miraron, y fue en ese instante, sin palabras, que comprendieron lo que había sucedido. El amor, el verdadero amor, no se podía firmar en un contrato ni contener en cláusulas. Había crecido entre ellos, sin permiso, sin plan, y ya era demasiado tarde para ignorarlo.
Finalmente, Ricardo tomó el bolígrafo y escribió su nombre en el papel. Luego miró a Marina y, con una sonrisa tímida, le ofreció el bolígrafo. Ella lo tomó, y en lugar de firmar de inmediato, lo miró un momento. Alzó la vista hacia él, y aunque sus palabras no eran necesarias, dijo:
—Lo renovamos. Pero esta vez, sin reglas.
Y así, el contrato se convirtió en algo mucho más hermoso: una promesa no escrita, un amor que, aunque no estaba firmado, ya era suyo...