Hay amores que parecen inalcanzables, pero aun así te aferras a ellos con todo tu corazón. Diana era ese amor para mí. No sé si era su sonrisa, su forma de caminar o la manera en que su recuerdo parecía habitar cada rincón de mi mente. Pero había algo en ella, algo que me hacía querer buscarla, aunque sabía que las probabilidades de volver a verla eran casi nulas.
Ella vivía en Los Ángeles, California. Solo venía a Perú una vez al año, y apenas por una semana. Era como un sueño que llega sin aviso y se desvanece antes de que puedas sostenerlo. Pero aun sabiendo esto, yo no podía rendirme. Todos los días, caminaba por la avenida Micaela, esperando, deseando, con el corazón latiendo más rápido cada vez que pasaba cerca de su casa.
Una mañana de enero, salí como siempre, sin muchas esperanzas pero con esa necesidad de intentar. Era temprano, quizá las 9 o 10, cuando llegué a su calle. Me quedé un momento observando desde lejos. Entonces lo vi: un señor mayor, de cabello blanco, estaba frente a la reja amarilla de su casa, tratando de abrirla con una llave.
El hombre tenía algo familiar. Su rostro, aunque marcado por los años, me recordaba al tío José de Diana. Pero no podía ser él. Este hombre parecía mucho más viejo y no tenía la cicatriz que caracterizaba a José. Por un momento, incluso pensé que podría ser un ladrón, alguien intentando entrar a la casa. Me acerqué con cuidado, tratando de confirmar mis sospechas. El hombre estaba tan concentrado en abrir la reja que no me vio, pero yo pude observarlo bien desde donde estaba.
Mi corazón comenzó a latir más rápido. Algo me decía que estaba cerca de descubrir algo importante. Me fui alejando poco a poco, pero decidí quedarme a lo lejos, observando desde una distancia segura. Necesitaba saber si mis sospechas eran ciertas, si realmente alguien saldría de esa casa, si finalmente volvería a ver a Diana.
Y entonces ocurrió.
Desde el balcón del segundo piso, apareció ella.
Mi corazón se detuvo. Diana estaba allí, frente a mis ojos. Su cabello negro caía en suaves ondas sobre sus hombros, y su piel, tan blanca como la nieve, brillaba bajo el sol de verano. Llevaba un conjunto completamente negro: pantalones ajustados y un chaleco que acentuaba su figura. Su cuerpo era como una guitarra, con curvas perfectas, y su presencia parecía iluminar el lugar entero.
Me quedé paralizado, incapaz de apartar la mirada. Ella hablaba con el hombre, moviendo los labios, pero desde mi lugar no podía escuchar lo que decía. Era como si el mundo se hubiera silenciado, dejando solo la imagen de ella.
Su luz parecía irradiar a su alrededor, como si el sol de verano se concentrara solo en ella, envolviéndola en una atmósfera mágica. Cada detalle de su figura negra, su ropa que caía con perfección sobre su cuerpo, me dejó sin aliento.
Entonces, algo más sucedió. Desde una ventana cercana al balcón, apareció su mamá. Era una mujer de semblante amable y tranquilo, con el cabello recogido y una mirada curiosa. Parecía observar la situación con atención, como asegurándose de que todo estuviera en orden. Ella parecía decir algo, pero yo no escuchaba lo que decía, y Diana le respondía en un tono suave, como si fuera una conversación cotidiana entre madre e hija.
Pero mi atención seguía centrada en Diana. Mientras observaba, mi corazón se llenaba de una mezcla de emoción y miedo. Era mi oportunidad, mi momento para acercarme a ella.
De pronto, Diana desapareció del balcón. Mi corazón dio un vuelco. Entonces, la puerta principal se abrió, y ahí estaba ella, caminando con una elegancia que parecía natural en ella. Se acercó al hombre mayor —su papá—, y con una sonrisa tímida y nerviosa, le abrió la reja amarilla.
Esa sonrisa fue como un rayo de luz en medio de la sombra. Había algo tan único en ese gesto, tan auténtico y lleno de humanidad. Me impresionó su belleza, y en ese instante recordé un sueño que había tenido años atrás, uno en el que la veía sonreír de la misma manera. Era como si ese momento hubiera sido escrito en algún lugar del tiempo.
Diana cerró la reja amarilla con delicadeza y se dio la vuelta. Sus pasos eran firmes y seguros, su caminar tenía el porte de una modelo. Mientras regresaba a la casa,dejó la puerta de madera apenas junta, sin llegar a cerrarla por completo.Sus movimientos, su figura, todo en ella era perfecto, como si estuviera destinada a quedarse grabada en mi mente.
Esa noche, mientras repasaba cada detalle de lo que había ocurrido, recordé algo importante. En 2015, había escrito en un libro de horóscopos chinos: "Quiero verla, aunque sea de lejos, aunque solo sea por un rato." En ese libro, había una predicción para 2016 que pedía escribir tu propia predicción, y fue allí cuando escribí que deseaba encontrarme con ella de alguna manera.
En 2018, cuando mi corazón ya no sabía qué pensar, le pedí a Dios una señal: si la veía en el balcón, sería una señal de que debía luchar por ella, sin importar lo que ocurriera. Y si no la veía, significaba que no era para mí, y no lucharía por ella ni haría nada.
La señal que había esperado por tanto tiempo finalmente llegó. La vi en el balcón. Y eso me dijo que debía seguir luchando por ella, que debía hacer todo lo posible para acercarme a ella, sin importar lo difícil que fuera.
Antes de dormir, saqué un lápiz y un papel. Quería guardar ese momento para siempre. Dibujé su figura en el balcón, su silueta iluminada por la luz del sol, su ropa negra contrastando con el brillo del día. Dibujé solo a ella, la luz que desprendía, como si estuviera atrapando toda la magia de ese momento.
Ella era la chica de negro, y yo sabía que mi corazón no descansaría hasta verla de nuevo, hasta que el destino nos cruzara otra vez, y esta vez, estuviera listo para hablarle.