Aún guardo en mi memoria aquel día,
cuando nos presentaron, como si el destino
hubiera decidido que nuestras almas
se cruzaran en un instante perfecto.
Era una persona que, decían,
me caería de maravilla. Y así fue:
entre peleas y risas,
mismos gustos y coqueteos,
se tejió una conexión única.
Recuerdo la primera vez que fallé,
alejándome de ti,
atrapada en el miedo a enamorarme.
Volví, como un imán,
pero ya se sabía que en mi esencia
había un impulso de huida.
Egoísta por naturaleza,
me dejé llevar por la incertidumbre.
Luego vino la segunda vez,
una desaparición que se extendió
por más de un año.
Debo confesar que te extrañé,
aunque tú dijeras que yo amaba a otra persona.
Los celos me envolvían,
y me autoengañaba,
convenciéndome de que no te quería.
Siempre regresaba,
como amiga, como sombra,
hasta aquel día que,
con el corazón en la mano,
me dijiste que me amabas,
pero dudabas de mi amor.
Nunca me esforcé por mejorar,
siempre escapaba en mis momentos oscuros.
Dejé que mi orgullo me separara de ti,
temía que me vieras vulnerable,
porque para ti quería ser perfecta.
Y ahora, en la soledad de mis pensamientos,
me doy cuenta de que mi inmadurez
te costó un pedazo de tu corazón.
Te dije cosas que te alejaran de mí,
como un intento fallido de protegerte,
de que me olvidaras.
Y aquí estoy,
reconociendo que volví a ser egoísta,
pensando que ella,
con su luz y su alegría,
te hará feliz.
Pero, en el eco de mis recuerdos,
la verdad resuena:
fui yo quien, por miedo y orgullo,
te perdió. Y aunque el tiempo avance,
mi corazón siempre llevará
la huella de lo que pudo ser.