Abril siempre había sido su mes. El olor a lluvia recién caída, el calor de las primeras tardes soleadas, y las flores que, como cada año, regresaban para pintar el paisaje con colores vibrantes. Abril era vida. Y ahora, Abril era cenizas.
Clara sostenía la carta entre sus dedos, temblorosos y manchados de polvo gris. Había encontrado el sobre enterrado en una caja olvidada, en el rincón más oscuro de su desván. Su nombre estaba escrito con la letra inconfundible de él: Sebastián. El único hombre capaz de incendiarla por completo y después dejarla en un vacío insoportable.
Abrió el sobre con cuidado, como si al hacerlo pudiera romper algo más que el papel. Era una carta breve, pero las palabras ardían en su mente como si las leyera por primera vez:
“Si estás leyendo esto, significa que he desaparecido de tu vida. No por elección, sino porque el destino nos odia tanto como nos ama. Pero siempre recordaré aquella noche de abril, Clara. La noche en la que te entregué no solo mi cuerpo, sino todo lo que era.”
Su respiración se detuvo al llegar al final. Entre las palabras, había algo más: una pequeña fotografía de un lugar que ella reconoció al instante. La cabaña. Aquella cabaña donde todo había comenzado… y donde también había terminado.
Sin pensarlo dos veces, Clara dejó caer la carta y se dirigió hacia su auto. La lluvia golpeaba el parabrisas mientras conducía, pero no le importaba. Algo en su pecho latía con fuerza, una mezcla de deseo, dolor y curiosidad. Tenía que saber si lo que buscaba todavía estaba allí, si Sebastián le había dejado algo más que cenizas y recuerdos.
Cuando llegó a la cabaña, el aire olía a tierra mojada y madera vieja. Nada había cambiado. La puerta crujió al abrirse, como si la casa misma le diera la bienvenida. Entró despacio, dejando que los recuerdos se filtraran en su mente como un fuego lento: la risa de Sebastián, sus caricias, susurros y la manera en que la miraba, como si el mundo entero no existiera más allá de ella.
—¿Por qué me dejaste? —murmuró al vacío, su voz cargada de un anhelo que no podía controlar.
La habitación principal estaba vacía, salvo por la chimenea. Clara se acercó, notando que había algo entre las cenizas. Con manos temblorosas, sacó un pequeño cofre de metal. Lo abrió y dentro encontró un mechón de su propio cabello, atado con una cinta roja, y una llave.
La llave tenía grabado un número: 16. Lo reconoció al instante. Era el número de la habitación donde se habían quedado en su primer viaje juntos, en un viejo hotel cerca del centro.
Un latido acelerado le recorrió el pecho. ¿Sebastián le había dejado pistas? ¿O solo eran sus recuerdos jugando con ella? Sin dudarlo, se subió al auto y condujo hacia el hotel, la adrenalina quemándole las venas.
El hotel estaba casi vacío. Clara subió las escaleras de mármol hasta la habitación 16, la llave apretada en su mano como un talismán. La abrió despacio, encontrando la misma cama de madera tallada, el mismo espejo ovalado y las cortinas de terciopelo rojo. Pero algo más estaba allí: una botella de vino y una nota.
“Abril nunca muere, Clara. Nos vemos al amanecer.”
Su piel se erizó. ¿Quién había dejado eso allí? ¿Era Sebastián? ¿Era posible que siguiera vivo? No podía soportar la incertidumbre. Se dejó caer en la cama, exhausta, con la botella de vino en las manos. El sabor del vino era profundo, intenso, como los besos de él.
Mientras bebía, sintió que el calor regresaba a su cuerpo. Cerró los ojos y recordó aquella última noche juntos. Sebastián había sido un huracán: sus manos habían explorado cada rincón de su piel, arrancándole suspiros y gemidos que todavía resonaban en su mente. Ella lo había amado con una intensidad que le daba miedo, y él la había despojado de todo control.
Cuando abrió los ojos, el amanecer ya comenzaba a teñir el cielo de tonos anaranjados. Fue entonces cuando escuchó un golpe suave en la puerta. Su corazón casi se detuvo.
—¿Sebastián? —preguntó con un hilo de voz.
La puerta se abrió lentamente, revelando una figura que parecía sacada de sus sueños más intensos. Sebastián estaba allí, de pie, con el cabello un poco más largo, pero con la misma mirada que la había cautivado desde el primer día.
—¿Me extrañaste? —preguntó él, con una sonrisa que le derretía las piernas.
—Creí que habías muerto —murmuró Clara, incapaz de moverse, de respirar, de pensar.
Él dio un paso hacia ella, luego otro, hasta que la distancia entre ambos se desvaneció. Sus labios se encontraron con una urgencia desesperada, como si el tiempo perdido solo pudiera recuperarse a través del calor de sus cuerpos.
Sebastián la tomó por la cintura, levantándola como si no pesara nada, y la llevó a la cama. Sus manos la desnudaron con una precisión que era a la vez tierna y feroz. Cada beso, cada caricia, era un recordatorio de lo que habían compartido y de lo que habían perdido.
—Abril nunca muere, Clara —susurró él contra su cuello, antes de recorrer su piel con labios ardientes.
Ella se rindió completamente, entregándose al fuego que él había despertado en su interior. Sus cuerpos se encontraron una y otra vez, moviéndose al ritmo de una pasión que los consumía. El mundo se desvaneció, dejando solo el sonido de sus respiraciones y los latidos de sus corazones.
Cuando todo terminó, Clara se quedó en sus brazos, agotada pero plena.
—¿Por qué desapareciste? —preguntó finalmente, su voz quebrándose.
Sebastián suspiró, acariciando su cabello.
—No fue mi elección. Me obligaron a alejarme de ti, Clara. Pero nunca dejé de buscar la manera de regresar. Sabía que volverías a encontrarme.
Ella lo miró, buscando respuestas en sus ojos. Había algo más, algo que él no le estaba diciendo. Pero por ahora, no importaba. Por ahora, Abril había regresado, y con él, el amor que creía perdido para siempre.
La chispa entre ellos era inextinguible, un fuego que ni siquiera el tiempo, la distancia o las cenizas podían apagar.
Sebastián la abrazó con fuerza, como si temiera que si la soltaba, desaparecería en el aire como un espejismo. Clara, todavía aturdida, trataba de ordenar los fragmentos de su mente mientras sentía el calor de su piel contra la suya.
—¿Quién te obligó a alejarte de mí? —insistió ella, incorporándose ligeramente.
Sebastián desvió la mirada, como si el peso de la verdad fuera demasiado para cargarlo solo. Después de un momento de silencio, tomó aire y comenzó a hablar.
—Mi familia, Clara. Nunca aceptaron que yo estuviera contigo. En su mundo, el amor no es más que una debilidad, una distracción. Mi padre me amenazó… y cuando intenté desafiarlo, lo pagué caro. —Sebastián apartó la sábana, revelando una cicatriz que cruzaba su costado, apenas visible bajo la tenue luz del amanecer.
Clara jadeó, llevando una mano temblorosa a la cicatriz.
—¿Qué te hicieron?
—Quisieron darme una lección. Pero, Clara, no importa cuánto intentaron destruirme, no pudieron arrancarte de mí. Tú eras mi ancla. Tu recuerdo me mantuvo vivo.
Ella sintió que las lágrimas quemaban sus ojos, pero se negó a derramarlas. En cambio, tomó el rostro de Sebastián entre sus manos.
—Nunca debiste haberte ido solo. Yo habría luchado contigo, Sebastián. Habríamos encontrado la manera juntos.
Él negó con la cabeza, su expresión mezcla de ternura y tristeza.
—No quería arrastrarte a mi infierno, Clara. Tú mereces luz, no sombras.
Pero las sombras ya los habían alcanzado, y Clara lo sabía. Algo en el fondo de su pecho le decía que la tormenta no había terminado, que lo que había comenzado con aquella carta estaba lejos de resolverse.
Sebastián pareció leerle la mente, porque sus labios se curvaron en una sonrisa amarga.
—No me dejarán en paz, Clara. Si saben que estoy aquí contigo… no sé lo que podrían hacer.
—Entonces luchemos —dijo ella, su voz cargada de una determinación feroz—. No voy a perderte otra vez, Sebastián. Si ellos vienen, los enfrentaremos juntos.
Él la miró, sorprendido por su valentía. Y en ese momento, algo cambió en sus ojos, como si la esperanza que había perdido tiempo atrás comenzara a resurgir.
—Tienes un fuego que siempre me ha fascinado, Clara. Pero no quiero ponerte en peligro.
—Ya lo estoy —respondió ella, sin dudar—. El peligro comenzó el día que me enamoré de ti.
El resto del día lo pasaron juntos, encerrados en la habitación como si fuera su refugio contra el mundo. Hablaron, rieron, lloraron y se amaron con una intensidad que parecía desafiar al tiempo. Sebastián le contó más sobre su familia, una red de poder e influencias que gobernaba desde las sombras. Clara escuchó cada palabra con atención, buscando entender la magnitud de lo que enfrentaban.
Sin embargo, la calma no duraría. Al caer la noche, mientras cenaban junto a la ventana, un ruido fuera de lugar rompió la tranquilidad. Sebastián se puso de pie de inmediato, sus sentidos alerta.
—¿Qué fue eso? —preguntó Clara, sintiendo un escalofrío recorrerle la espalda.
Él no respondió. Se acercó a la ventana y apartó ligeramente la cortina. Al otro lado de la calle, un hombre vestido de negro los observaba.
—Nos encontraron —murmuró Sebastián, su voz cargada de tensión.
Clara se levantó de la silla, su corazón latiendo con fuerza.
—¿Qué hacemos?
Sebastián se giró hacia ella, su rostro grave pero decidido.
—Nos vamos. Ahora.
No hubo tiempo para empacar ni para dudar. Sebastián tomó su mano y la guió hacia la puerta trasera del hotel. Salieron a un callejón oscuro, sus pasos resonando en el silencio de la noche. Clara apenas podía mantener el ritmo, pero se obligó a seguir adelante.
Subieron al auto de Sebastián, un vehículo oscuro que había estado estacionado discretamente cerca del hotel. Condujo por calles estrechas y desiertas, alejándose cada vez más del centro.
—¿A dónde vamos? —preguntó Clara, tratando de calmarse.
—A un lugar donde no puedan encontrarnos —respondió él, apretando el volante con fuerza—. Hay una casa segura en las afueras. No es ideal, pero nos dará tiempo para pensar.
El trayecto fue tenso. Clara no podía dejar de mirar por la ventana, esperando ver luces o sombras siguiéndolos. Finalmente, llegaron a una pequeña cabaña oculta entre los árboles.
Sebastián salió primero, asegurándose de que el lugar estuviera vacío antes de permitirle a Clara bajar.
—¿Qué hacemos ahora? —preguntó ella, una vez dentro.
Él encendió una lámpara y se acercó a ella, tomando sus manos entre las suyas.
—Planeamos. No voy a dejar que te hagan daño, Clara. Pero necesito que confíes en mí.
Ella lo miró a los ojos, viendo en ellos la misma pasión y determinación que siempre había amado.
—Siempre he confiado en ti, Sebastián.
Él sonrió, inclinándose para besarla. Fue un beso lento, lleno de promesas y de un amor que ni siquiera el peligro podía apagar.
Los días siguientes fueron una mezcla de calma tensa y momentos ardientes. Aunque el peligro acechaba, Clara y Sebastián se aferraban el uno al otro como si cada instante pudiera ser el último. Hicieron planes para enfrentarse a su familia, pero sabían que no sería fácil.
Una noche, mientras miraban las estrellas desde la ventana, Clara rompió el silencio.
—Sebastián, si esto termina mal…
—No terminará mal —la interrumpió él, acariciándole el rostro—. No voy a permitirlo.
Ella asintió, pero no pudo evitar pensar en la posibilidad. Habían recuperado algo que creían perdido, y la idea de perderlo otra vez era insoportable.
—Quiero que sepas que no importa lo que pase, te amo. Siempre te he amado.
Sebastián la abrazó con fuerza, sus labios rozando su frente.
—Y yo a ti, Clara. Hasta mi último aliento.
El enfrentamiento final llegó antes de lo esperado. Una madrugada, la tranquilidad de la cabaña se rompió con el sonido de autos acercándose y puertas golpeándose.
—Están aquí —dijo Sebastián, su voz firme pero cargada de tensión.
Clara sintió que el miedo la paralizaba, pero lo combatió con todas sus fuerzas. No iba a rendirse sin luchar.
Sebastián le entregó una llave pequeña.
—Detrás de la chimenea hay un pasadizo. Si algo me pasa, quiero que lo uses y te alejes de aquí.
—No voy a dejarte —protestó ella, pero él la interrumpió con un beso rápido.
—Por favor, Clara. Hazlo por mí.
Antes de que pudiera responder, la puerta principal se abrió de golpe. Varios hombres entraron, armados y con expresiones frías. Detrás de ellos, un hombre mayor con un porte imponente hizo su aparición.
—Padre —dijo Sebastián, su voz cargada de desprecio.
—Sebastián, siempre tan terco —respondió el hombre, ignorando a Clara—. Te di una oportunidad de corregir tu error, pero sigues aferrándote a esta… distracción.
Clara sintió que la rabia sustituía al miedo.
—No soy una distracción —dijo, dando un paso adelante.
El padre de Sebastián la miró, sorprendido por su audacia.
—Tienes agallas, lo admito. Pero eso no cambia nada. Sebastián, sabes lo que tienes que hacer.
Sebastián negó con la cabeza.
—Nunca voy a dejarla.
El aire se llenó de tensión. Los hombres armados levantaron sus armas, apuntando a Sebastián. Clara sintió que el mundo se derrumbaba a su alrededor.
—¡No! —gritó, colocándose frente a él.
El padre de Sebastián levantó una mano, deteniendo a sus hombres.
—¿Estás dispuesto a morir por ella, hijo?
—Sí —respondió Sebastián sin dudar.
El hombre mayor lo observó durante un largo momento, antes de suspirar.
—Eres más terco de lo que pensaba. Pero si esto es lo que quieres, que así sea.
Con una señal, sus hombres bajaron las armas y se retiraron.
—Esto no ha terminado, Sebastián. Si crees que puedes desafiarme sin consecuencias, estás equivocado. Pero por ahora, disfrutaré viendo cómo el mundo te destruye lentamente.
Cuando la puerta se cerró tras ellos, Clara se derrumbó en los brazos de Sebastián, su cuerpo temblando.
—Lo logramos —susurró él, acariciándole el cabello.
—Por ahora — respondió ella
Sebastián apretó a Clara contra su pecho, sintiendo el peso de cada respiración agitada que compartían. La cabaña estaba en silencio ahora, salvo por los ecos de lo que acababa de suceder. Sin embargo, ninguno de los dos podía ignorar que la calma era solo un preludio, no una tregua definitiva.
Clara levantó el rostro para mirarlo. Había preguntas en sus ojos, preguntas que Sebastián no podía responder.
—¿Crees que realmente se han ido? —preguntó, su voz apenas un susurro.
Sebastián no respondió de inmediato. Sus dedos trazaron líneas suaves en su mejilla, como si estuviera grabando su imagen en su mente.
—Nunca se van del todo, Clara. Mi padre… no olvida. Y tampoco perdona.
Ella asintió, tratando de mantener la compostura, pero algo dentro de ella se rompía con cada palabra.
—¿Entonces qué hacemos ahora? —insistió, porque el silencio era una amenaza peor que cualquier otra cosa.
Él tomó su rostro entre sus manos, obligándola a mirarlo. Sus ojos, oscuros y cargados de emociones que nunca expresaba con palabras, eran un abismo que la atrapaba por completo.
—Vivimos, Clara. Hasta donde podamos, como podamos. Pero juntos.
Clara sintió que sus palabras eran una promesa, aunque sabía que era frágil, que se tambaleaba bajo el peso del peligro que los rodeaba. Aún así, asintió, porque no había nada más que pudiera hacer. No podía perderlo otra vez, incluso si el tiempo que les quedaba juntos fuera tan efímero como el humo.
Sebastián la abrazó de nuevo, y durante un instante que parecía eterno, todo estuvo bien. Sin embargo, el mundo seguía girando, y las sombras de los árboles proyectadas por la luz de la luna parecían moverse como espectros.
Un crujido resonó en la distancia.
Clara se tensó en los brazos de Sebastián.
—¿Qué fue eso?
Él no respondió, pero su cuerpo se endureció contra el de ella. Despacio, se levantó, sus movimientos silenciosos pero cargados de alerta. Clara se quedó congelada, observándolo mientras él se acercaba a la ventana.
El silencio de la noche se había vuelto opresivo, y cada segundo que pasaba sin respuesta hacía que el miedo se enroscara más profundamente en su pecho.
—Sebastián… —comenzó, pero su voz se quebró.
Él levantó una mano para silenciarla, y sus ojos se encontraron un instante antes de que el sonido de una puerta abriéndose interrumpiera el aire.
Sebastián dio un paso hacia Clara, su rostro transformado por la determinación.
—Corre, Clara.
Ella negó con la cabeza, pero él no le dio opción. La empujó hacia el pasadizo detrás de la chimenea, presionándole la llave en la mano.
—Hazlo por mí. No puedo protegerte si estás aquí.
Clara abrió la boca para protestar, pero Sebastián la interrumpió con un beso urgente, desesperado.
—Te amo, Clara. Nunca lo olvides.
Antes de que pudiera responder, él cerró la puerta del pasadizo, dejándola sola en la oscuridad.
Clara avanzó a ciegas, cada paso un tormento. Su mente gritaba que regresara, que no lo dejara enfrentar esto solo, pero las palabras de Sebastián resonaban en su cabeza. “Hazlo por mí”.
Cuando finalmente salió al otro lado, la luz de la luna iluminó su rostro bañado en lágrimas.
Miró hacia la cabaña, esperando, rezando por verlo aparecer. Pero lo único que escuchó fue un disparo, resonando como un eco cruel en la noche.
Y después… silencio.
Clara se quedó allí, con la llave temblando en su mano, incapaz de moverse. La brisa nocturna acarició su piel, llevando consigo el aroma de la madera quemada.
Las cenizas de abril se elevaban en el aire, mezclándose con la incertidumbre que la envolvía.
¿Era ese el final, o solo el principio de algo peor?
Nunca lo sabría.