En lo alto de un edificio, en el último piso, un departamento se llenaba de luz blanca mientras el sol atravesaba las ventanas amplias. La claridad se esparcía por cada rincón, envolviendo la habitación en una atmósfera serena y cálida. Allí, lejos del bullicio y los peligros de las calles, un joven llegaba tras un largo día. Su andar era tranquilo, casi reflejando el silencio del lugar. Al cerrar la puerta detrás de él, respiró profundamente, sintiendo la calma del espacio que ahora lo acogía. Era su refugio, un lugar donde las preocupaciones quedaban fuera y solo existía la paz de su propia compañía.
Aquel departamento no era solo un espacio físico; parecía una extensión del alma del joven que lo habitaba. Cada rincón, iluminado por la luz del sol que atravesaba la ventana frontal, hablaba de una pureza y serenidad que resonaban con su espíritu. Era como si la claridad de ese lugar representara la frescura de su juventud y la calma que buscaba tras las largas noches de trabajo.
Cada mañana, al llegar de su turno nocturno, el joven dejaba atrás las sombras de la ciudad y se sumergía en aquel refugio luminoso. El blanco predominante de las paredes y los muebles reflejaba la luz natural, creando una sensación de infinito, como si en ese espacio no existieran límites ni tiempo.
El chico se despojaba de su ropa con movimientos lentos, casi ceremoniales, como si en ese acto dejara también sus preocupaciones. Luego, buscaba el alivio del agua tibia en la ducha, permitiendo que cada gota lavara la fatiga acumulada.
Al salir, con la piel aún húmeda y fresca, caminaba descalzo hacia el pasillo frente a la ventana. Una fina cortina blanca ondeaba suavemente, filtrando la luz del sol naciente que bañaba la habitación. Vestido únicamente con un delgado bóxer, se recostaba en el suelo fresco, donde el calor del sol contrastaba con la frialdad del piso.
El joven extendía sus brazos hacia arriba dejándolos caer a un lado de su cabeza, dejando que la luz acariciara su piel, especialmente sus piernas, brazos y manos. Cerraba los ojos mientras el sol lo envolvía, llenándolo de una paz única. Sus respiraciones se volvían lentas y profundas, a menudo se preguntaba si así se sentía morir, hasta que el sueño lo alcanzaba. Así, entre la claridad de la mañana y la calidez de los primeros rayos, se entregaba a un descanso que parecía casi etéreo, acompañado por la compañía silenciosa del sol.
Al llegar la tarde, el joven abría los ojos lentamente, despertando con la suavidad de quien ha descansado en completa paz. La luz del sol había cambiado, bañando ahora la habitación con tonos dorados, preludio del atardecer. Sin prisa, se levantaba y caminaba hacia el baño, sintiendo todavía el calor residual del sol en su piel. Una vez más, el agua de la ducha lo reconfortaba, preparándolo para enfrentar el mundo exterior.
Se vestía con cuidado, ajustando cada detalle como si aquello fuera parte de una especie de ritual. Al abrir la puerta de su departamento, el bullicio comenzaba a filtrarse poco a poco, primero como un murmullo lejano, luego como un caos inconfundible mientras descendía las escaleras. Los sonidos de la calle —claxon de autos, pasos apresurados, conversaciones entrecortadas— lo envolvían cuando finalmente salía al mundo. Cada vez que cruzaba el umbral del edificio, era como dejar atrás un paraíso intangible para sumergirse en la intensidad de la realidad.
Ese contraste era algo que el joven conocía bien y aceptaba con cierta molestia. Sabía que la calma que encontraba allá arriba era un lujo que pocos podían experimentar. Para él, regresar cada mañana a su departamento era como ascender a algo divino, algo celestial. Era su refugio, un lugar donde no existían las demandas del mundo, donde podía simplemente existir, en completa armonía con su cuerpo y su mente. Esa rutina diaria era su equilibrio, el contraste que le daba sentido a todo.