Los perritos van al cielo, no me cabe ninguna duda y no es porque vi un película de niño que lo afirmaba.
Desde que tenía un año de vida, hasta los 17 años me acompaño mi mascota, Canela. Una perrita fotogénica, con pelo rubio y una colita pequeña que se movía tan rápido como podía cuando se emocionaba. Tenía la costumbre de pasear por el barrio sola, todo el mundo la conocía y la quería. Recuerdo que apesar de su tamaño mediano y su apariencia tierna, era una excelente guardiana.
A los 16 años se encontraba bastante sorda y un poco ciega, y luego ya no se paraba y no comía ni bebía. Tuvimos que dormirla para que no sufriera más. En el momento de la inyección estuve con ella y pude sentir sus latido reducirse, incluso vi en sus ojos como se desvanecía su brillo.
Canela dejó una hija adoptada, su nombre Kira, de mayor tamaño pero de lo más tranquila, siempre fue tímida incluso con nosotros. Tenía una lengua muy larga cuando se cansaba después de un gran paseo. A los 12 años aproximadamente le dieron convulsiones muy fuertes y de forma seguida, la veterinaria nos dijo que había quedado con daño en el cerebro y que estaba sufriendo mucho, fue tan repentino que me afectó tanto que tuve unos meses con depresión. Se que los perritos van al cielo, porque si no es así me voy a enojar mucho cuando llegue.