Soy Ernesto, o al menos eso creo. Hay días en que me levanto y, al mirar por la ventana, el mundo me parece familiar, pero extraño. Cada rincón de esta casa me habla, pero susurros incoherentes que no puedo entender. La luz entra por la ventana, y a veces me pregunto si el sol siempre ha brillado así, o si solo lo imagino. He vivido tanto y, sin embargo, en ocasiones me siento como un extraño en mi propia vida.
La rutina me sostiene, pero también me ahoga. Cada mañana, mi primer acto es buscar mi cepillo de dientes, una tarea sencilla, ¿no? Sin embargo, a menudo lo encuentro en lugares insólitos: en la nevera, entre mis zapatos, o incluso en el jardín, donde solía plantar flores con Laura. En esos momentos, me siento un intruso en mi propia mente, como si alguien estuviera moviendo las piezas del juego sin que yo me diera cuenta. El dolor de no recordar dónde dejé algo se siente como una punzada en mi pecho, una angustia que me abraza como una sombra.
Laura es mi refugio, mi constante en un mar de confusión. Su voz, suave y amorosa, intenta guiarme. Sin embargo, hay días en que no reconozco su rostro, y en lugar de consuelo, me invade una sensación de culpa y traición. “¿Quién es esta mujer?”, me pregunto mientras ella sonríe, tratando de calmar mi agitación. Trato de recordarla, de encontrar en su mirada la chispa que alguna vez me llenó de amor, pero la imagen se escapa, como arena entre mis dedos.
Recuerdo a veces a mis hijos, sus risas resonando en mi mente, pero sus nombres son ecos lejanos que no puedo atrapar. Un día, uno de ellos vino a visitarme. Estaba tan emocionado, hablándome sobre sus planes, y yo solo podía sonreír y asentir. Pero cuando me preguntó por los recuerdos de su infancia, me quedé en blanco. “¿Te acuerdas de la fiesta de cumpleaños que organizamos?” Su rostro se desvaneció ante mis ojos, y la risa se tornó en tristeza. Él trató de ocultar su dolor, pero vi el brillo de las lágrimas en sus ojos. “Papá, ¿por qué no me recuerdas?” Su voz era un eco de mi impotencia.
Hay momentos que son verdaderos laberintos. Una noche, desperté gritando en la oscuridad. No sabía dónde estaba, y el miedo se apoderó de mí como una mano fría. Grité por Laura, y cuando finalmente vino a mi lado, yo solo podía balbucear, intentando explicar que no sabía quién era el hombre en el espejo, el hombre en la cama. Su mirada se llenó de tristeza, y en ese instante sentí que la miraba como si fuese un extraño.
A veces, mientras estoy sentado en mi silla favorita, el tiempo se pliega y me encuentro como un joven de nuevo, con toda la vida por delante. Recuerdo la risa, la música, el olor del café recién hecho en la cocina. Pero de repente, un sonido, un roce, y el recuerdo se rompe. Mi mente se sumerge en un abismo de confusión. “¿Qué estaba haciendo?”, me pregunto, pero la respuesta se pierde en la neblina.
Las visitas al médico son lo peor. Cada vez que cruzo esa puerta, el ambiente cambia. Las miradas de los profesionales son una mezcla de compasión y resignación, como si ya supieran lo que me espera. Ellos hacen preguntas que no puedo responder. Mi mente se convierte en un rompecabezas que no puedo armar, y la frustración se transforma en un grito ahogado dentro de mí. A menudo me pregunto si la mirada de Laura refleja la misma desesperación que siento, o si aún guarda una chispa de esperanza.
Un día, decidí escribir. Pensé que plasmar mis pensamientos podría ayudarme a recordar, a dejar un rastro de quien fui. Pero las palabras son escurridizas. Lo que alguna vez fue un remanso de pensamientos se convierte en un torrente de incoherencias. Mis páginas están llenas de garabatos, oraciones sin sentido, y en medio de todo eso, un miedo profundo y desgarrador de que pronto no habrá más que vacuidad. La angustia de no poder expresar lo que siento me deja exhausto, y me pregunto si alguien, en algún lugar, puede entender el caos en mi cabeza.
Las noches son especialmente duras. El silencio se vuelve opresivo, y el temor de lo que no recuerdo me consume. Me siento atrapado en un cuerpo que no responde, en una mente que se niega a cooperar. Cada latido de mi corazón es un recordatorio de lo que estoy perdiendo. La soledad se convierte en una compañera cruel, y en esos momentos, el dolor de ser un extraño en mi propia vida se siente como una herida abierta, sin cicatrización a la vista.
Laura intenta consolarme, pero la tristeza en sus ojos habla de una lucha que no puede ganar. La veo al otro lado de la mesa, su rostro reflejando la luz de la lámpara, y en un momento de claridad, deseo poder decirle cuánto la amo, cuánto significa para mí. Pero, a menudo, las palabras se desvanecen, y en su lugar solo queda el silencio, ese silencio que pesa más que mil palabras.
La realidad se vuelve más oscura, y el miedo a lo desconocido se convierte en una sombra constante. Cada día es una batalla, una guerra silenciosa con un enemigo que se lleva pedazos de mí, y a veces me pregunto si un día me quedaré sin nada. La idea de ser solo un eco, un susurro del hombre que fui, me aterra. Me aferro a los momentos de lucidez, esos destellos de luz que iluminan mi existencia, pero sé que están desapareciendo.
Esta es mi historia, llena de fragmentos y recuerdos, de lucha y desesperación. Quiero que quien lea esto entienda que, a pesar de la enfermedad que consume mi mente, aún soy Ernesto, un hombre que amó, que vivió, que, en algún lugar, aún busca su lugar en un mundo que se desmorona a su alrededor. El eco de mis recuerdos puede desvanecerse, pero mi deseo de ser visto, de ser recordado, persiste. Aunque ya no pueda recordar mi nombre, o el rostro de aquellos que amo, mi corazón sigue latiendo, y ese latido es la única prueba de que, alguna vez, fui real.