Lía, la súcubo más cautivadora del inframundo, había escuchado muchas leyendas sobre los ángeles. Seres puros, incorruptibles, inalcanzables para alguien como ella. Pero cuando le asignaron la misión de seducir a uno de ellos, no pudo evitar una mezcla de desafío y curiosidad. ¿Hasta dónde llegaba realmente la resistencia de un ser celestial?
Su objetivo era un ángel llamado Cael, guardián de la justicia, de mirada inmaculada y alas de un blanco cegador. Lo encontró una noche, en el límite entre su mundo y el de los humanos, donde las sombras y la luz se entrelazaban en un delicado equilibrio. Al verlo, sintió un escalofrío desconocido; su presencia no solo irradiaba paz, sino una fuerza serena que la desconcertó.
—¿A qué has venido, demonio? —preguntó Cael, sus ojos azules la penetraban con una intensidad que atravesaba su fachada de indiferencia.
Lía sonrió con una mezcla de arrogancia y coquetería, acercándose lentamente. No era su primera vez enfrentando a un ángel, pero él era distinto. Había una fragilidad en su fuerza, un anhelo en sus ojos que la atraía.
—¿Demonio? —respondió ella, fingiendo desdén—. Me ofendes. Solo soy una viajera curiosa... ¿Acaso no está permitido explorar los límites?
Cael frunció el ceño, pero no retrocedió cuando ella se acercó aún más. La distancia entre ambos se redujo hasta que apenas había un suspiro entre ellos. Lía alzó una mano, rozando el borde de sus alas con la yema de sus dedos. Sintió la pureza en su tacto, una sensación que la hizo estremecerse, casi arrepentida.
—Eres peligrosa —murmuró él,cargado de advertencia y, sin embargo, también de duda.
Ella rio suavemente, deslizando una mano por su pecho. Sus dedos dejaron un rastro de calor, un fuego que él intentaba negar pero que crecía en su interior. Sentía su respiración entrecortada, la lucha interna que libraba era en silencio.
—Dime… —susurró ella, con un tono que mezclaba desafío y anhelo—. ¿Nunca has sentido curiosidad por lo prohibido? Por aquello que sabes que no puedes tener.
Los ojos de Cael se oscurecieron por un instante, y en ese instante, Lía vio la grieta en su armadura. Sin pensarlo, ella se acercó aún más y, contra toda lógica, él no la detuvo. En su mirada ya no había reproche, sino deseo reprimido, una llama que amenazaba con consumirlos a ambos.
—Esto es un error… —musitó él, sin apartarse.
—¿O tal vez es lo más real que hemos sentido? —replicó ella, acariciando su mejilla con una ternura que nunca creyó tener.
Sin más palabras, sus labios se encontraron en un beso que era tanto una rendición como una batalla. Para Lía, era la primera vez que no sentía vacío al contacto; para Cael, fue la primera vez que cedía a la tentación. Fue un momento eterno y breve, como si el tiempo mismo los apartara y los uniera a la vez.
Pero al separarse, ambos sabían la verdad: este encuentro, tan apasionado como imposible, los marcaría para siempre. Ella, la súcubo condenada, y él, el ángel caído por una noche, sabían que nunca podrían volver a ser los mismos.
El amor, como el placer, era su verdadera condena.