El frío del suelo de madera era lo primero que sintió al despertar. Se encontraba en el interior de un armario, con la cabeza martillándole en el mismo ritmo que el pánico trataba de abrirse paso en su mente. Aún adormecida, empujó las puertas del armario y se incorporó lentamente. El eco de su respiración era lo único que llenaba la habitación vacía. "El ladrón..." pensó, recordando el miedo que la había llevado a esconderse la noche anterior. "Debió haberse ido", se dijo.
Salió tambaleándose del cuarto. El salón estaba intacto. Los cuadros colgaban ordenadamente en las paredes, la mesa seguía en su lugar, el reloj de pie marcaba las ocho de la mañana, como si nada hubiera ocurrido. Ninguna señal de un robo. Ni una ventana rota. Nada faltaba. Eso la confundió por un momento, pero pronto lo desechó. "Tal vez solo imaginé todo", murmuró mientras se dirigía a la cocina.
El café olía exactamente como siempre. Se sentó a la mesa, mirando por la ventana mientras la ciudad despertaba. Su vecino, el señor Andrade, regaba sus plantas como cada mañana, sin siquiera mirarla. “Siempre tan antisocial”, pensó. Se levantó y se preparó para salir al trabajo. Al pasar junto al espejo del pasillo, por primera vez algo la detuvo. No vio nada. Parpadeó. Se acercó más. El vacío absoluto del reflejo la hizo retroceder con un nudo en el estómago.
El golpe en la puerta rompió el silencio. Al abrirla, dos policías se encontraban al otro lado. Uno de ellos sostenía una libreta, y el otro le hablaba sin mirarla directamente.
—¿Señora Fernández? —preguntó uno de ellos, aunque sin la urgencia habitual.
—Sí —respondió, aunque su voz se sintió extrañamente débil, apagada.
—Necesitamos hacerle unas preguntas sobre un incidente que ocurrió anoche en su domicilio.
Sintió un estremecimiento. Algo no estaba bien.
—Lo siento, deben estar confundidos. Yo estoy bien, no pasó nada anoche —dijo, pero ellos no parecieron oírla.
Uno de los policías sacó una fotografía del bolsillo. En ella, se veía a una mujer tendida en el suelo de la sala de estar. Sus ojos vacíos, su piel pálida.
Era ella.
Retrocedió, el corazón latiéndole con fuerza, aunque el eco sordo en su pecho comenzaba a disipar ese sentimiento también. De pronto, los recuerdos volvieron en un torrente imparable: el ruido en la cocina, la sombra moviéndose tras de ella, el dolor agudo en el pecho, y luego... oscuridad. El ladrón no había venido a robar nada material. Había venido por su vida.
Miró alrededor nuevamente, como si viera su hogar por primera vez desde otra perspectiva. Los pequeños detalles se hicieron evidentes: la ausencia de olores, el aire estático. El mundo continuaba, pero ya no para ella. Su cuerpo seguía en esa casa, pero su alma había despertado atrapada en el armario.
Nadie podía verla. Nadie podía oírla. Estaba sola.
El armario rojo, el lugar donde había tratado de esconderse, era ahora su prisión.