Eran tiempos oscuros en el pequeño pueblo de Villanueva, un lugar donde la tradición y el miedo cohabitan en una peculiar armonía. Las leyendas narraban historias de pactos y susurros, revelando que en las noches de luna llena, una melodía extraña podría abrir las puertas de lo desconocido. Martín Montoya, un músico en apuros con más dotes de soñador que de compositor, se sintió atraído por la seducción de aquellas historias.
De carácter inquieto y mente creativa, Martín vivía aislado en una cabaña al borde de un bosque denso, donde los árboles parecían murmurar secretos en el viento. Su vida transcurría entre acordes desafinados y letras que nunca llegaban a ser, hasta que una noche, embriagado por el aroma del incienso y el eco de la antigüedad, decidió que iba a componer la canción que lo llevaría a la fama. No tardó en saber que esa canción sería diferente a cualquier otra.
El lema del pueblo rezaba: "No llames al demonio, o él te responderá". Pero en la mente de Martín, la advertencia se transformó en un desafío. ¿Qué podría resultar de una simple canción? Con cada nota que tocaba en su guitarra, sentía que una fuerza desconocida comenzaba a apoderarse de él. Su mente se iluminaba con visiones de amores perdidos, traiciones y promesas olvidadas, y en cada verso que escribía, la tentación del poder lo envolvía.
A medida que su melodía tomaba forma, Martín se adentraba más en el misterio. La letra de su canción se alimentaba de la oscuridad que había escuchado en las viejas leyendas, y así, a través de una composición que capturaba la esencia de la desesperación, invocaba el nombre de Incubus, un demonio legendario, el maestro de las sombras y las tentaciones humanas.
La noche de la presentación llegó. La luna iluminaba el cielo como un faro ancestral, mientras los habitantes de Villanueva se reunían en la plaza, ansiosos por presenciar el debut del joven artista. El aire estaba impregnado de un nerviosismo palpable, como si todos supieran que algo en aquella velada sería diferente. La multitud se arremolinaba a su alrededor, pero Martín solo podía escuchar el latir de su corazón y el murmullo distante de su creación.
Con la vista fija en la luna, tomó la guitarra y comenzó a tocar. Notas llenas de dolor y belleza surgieron de su instrumento, resonando en el aire como un canto salmo. Cada palabra que salía de sus labios parecía estar cargada de una fuerza inusitada, y cuando entonó la parte más oscura de su letra, el suelo tembló levemente, casi como si la tierra misma respondiera al llamado de su música.
A medida que la multitud se sumergía en la melodía hipnótica, aquellos que escuchaban comenzaron a experimentar visiones; algunos veían a sus seres queridos perdidos, otros se enfrentaban a tus propios demonios internos. Entre ellos, la figura de Don Francisco, el anciano del pueblo, quien había advertido a Martín que no jugara con lo desconocido. Con una expresión de horror, los ojos de Don Francisco se encontraron con los de Martín, como si supiera que ya era demasiado tarde.
La canción alcanzó su clímax, y con ello resonó un estruendo que cortó la música por la mitad. La luna, ahora cubierta por nubes negras, emitió una luz siniestra. Fue en ese instante que la leyenda se hizo realidad; del aire mismo surgió un viento frío que hizo temblar la plaza.
De la nada, apareció una figura oscura, con alas desplegadas como si vinieran de los confines del infierno. El aliento de esa presencia heló la sangre de todos los que estaban presentes. Era Incubus, el demonio que la canción había invocado. De pie, con una sonrisa curva en los labios, observó a Martín con una mirada que mezcla curiosidad y diversión.
"Has llamado a los que nunca debiste", dijo Incubus, su voz resonando como un eco en la noche. La multitud, paralizada por el miedo, no podía apartar los ojos del espectáculo que se desarrollaba ante ellos. Martín, atrapado entre la gloria y el horror de su propia creación, intentó hablar, pero la realidad se desvanecía y una risa siniestra reverberó a su alrededor.
“Tu canción necesita un toque más… auténtico”, continuó el demonio mientras se acercaba. Con un movimiento de su mano, hizo que las sombras danzaran a su alrededor, y en un instante, cada uno de los presentes fue arrastrado a una visión de sus deseos más oscuros. Un hombre solitario vio su ambición transformada en una montaña de tesoros, mientras que una mujer, consumida por los celos, se vio a sí misma acechando a su amante.
Martín sintió cómo la misma esencia de su ser se retorcía de miedo y fascinación. Había creado algo real, pero a un precio que apenas comprendía. Sin embargo, en lugar de rendirse, se dio cuenta de que la magia de la música estaba al alcance de su mano y decidió enfrentarse al demonio con la única arma que le quedaba: su canción.
Sus dedos danzaron nuevamente sobre las cuerdas de la guitarra, y la música emergió desde un rincón oscuro de su alma. Con cada nota, su propia energía vibró, desafiando a la criatura que ahora danzaba a su alrededor. “Eres solo una sombra”, gritó Martín, “no me poseerás”.
La melodía se intensificó, entrelazando los anhelos de la multitud en un único coro de resistencia. Las sombras comenzaron a ceder, y los susurros de esperanza trascendieron el miedo. Incubus, enredado por la magia de la canción, se detuvo, sorprendido por el poder que el joven había desatado.
"¡¿Qué es esto?!", exclamó el demonio, su rostro distorsionándose por la lucha de poderes. La melodía, ahora un canto colectivo, se elevó por encima del estruendo y la oscuridad.
Un último acorde resonó en la plaza, y con eso, el viento cambió de dirección. Incubus, atrapado en la red de la canción, gritó mientras su forma se disipaba en el aire, su esencia siendo devuelta a las sombras de donde había venido. La luna regresó a su esplendor, y la plaza, iluminada de nuevo, se llenó de murmullos y miradas asombradas.
Martín, agotado pero triunfante, dejó caer la guitarra. La canción que había comenzado como un llamado al peligro se había transformado en un himno de salvación. La multitud lo rodeó, y pese a sus temores, un espontáneo aplauso estalló entre ellos.
Nunca volvió a ser el mismo. La experiencia lo marcó. Aunque se sintió tentado por las melodías de la oscuridad, comprendió que había un mundo más grande que su propia ambición. A partir de entonces, Martín dedicó su vida a componer canciones que celebraran la luz, la vida y la esperanza, dejando atrás el oscuro susurro que una vez evocó.
Las leyendas de Villanueva cambiaron también. La advertencia de "No llames al demonio" se transformó en "Escucha las notas de tu corazón". Y en cada luna llena, cuando la melodía del viento acariciaba los oídos de los curiosos, se podía escuchar la historia de un hombre que, en su búsqueda de poder, encontró en cambio un camino hacia la redención.