Una nave desconocida surcaba el vacío, deslizándose entre estrellas lejanas y nebulosas desconocidas.
El explorador, acostumbrado a la soledad de los confines del universo, divisó una estación espacial olvidada, flotando a la deriva. Era un vestigio de un tiempo perdido, una sombra metálica que giraba lentamente en el espacio infinito. Al aproximarse, la luz de su nave reveló una estructura corroída por el tiempo, con paredes desgastadas y grietas que filtraban la tenue luz de las estrellas. Entró con cautela, flotando en gravedad cero, con el eco de su propia respiración resonando en la oscuridad.
Cada pasillo que recorría estaba cubierto de polvo estelar, cables sueltos colgaban como enredaderas metálicas, y las puertas, abiertas de par en par, dejaban ver habitaciones vacías. El metal crujía bajo la presión del espacio exterior, un lamento constante que le recordaba que no había más vida que la suya en aquel lugar. Pero entonces, su linterna tropezó con algo inusual entre los escombros: un antiguo diario de papel, una reliquia en una era donde lo digital reinaba.
Lo tomó entre sus manos, deslizándose hasta un rincón de la estación donde la tenue luz de las estrellas se colaba por una ventanilla rota. Al abrir las páginas, se encontró con las palabras de un explorador que, al igual que él, había dejado atrás la seguridad de la civilización por la aventura de lo desconocido.
Las primeras páginas destilaban emoción y entusiasmo. Relataban la exploración de mundos remotos, la belleza de océanos esmeralda bajo cielos de auroras eternas, y las criaturas que habitaban en las sombras de lunas perdidas. Contaba las historias de paisajes que ningún ojo humano había visto antes: montañas que se extendían como lanzas de hielo en planetas fríos, y desiertos donde el viento formaba melodías con las dunas de arenas azules. Noches enteras pasadas bajo los cielos alienígenas, maravillándose con la danza de las estrellas desde distintos puntos de la galaxia.
Sin embargo, la caligrafía se tornaba más temblorosa conforme avanzaban las entradas. Describe un último y trágico encuentro con piratas espaciales, que atacaron la estación sedientos de riquezas. Los atacantes no encontraron más que la desesperación de un explorador solitario, herido y sin esperanza. Consciente de que su fin se acercaba, el explorador escribió sus últimas palabras, su puño debilitado luchando por dejar un mensaje antes de que la oscuridad lo reclamara.
En la última página, con trazos apenas legibles, dejó su despedida:
—A todos los compañeros y amigos exploradores... Siempre estaré con ustedes ahí fuera... en el campo de estrellas. Con amor...
El explorador cerró el diario con una mezcla de tristeza y admiración, sintiendo el peso de aquellas palabras en su pecho. Miró de nuevo por la ventanilla rota de la estación, y por un instante, le pareció que las estrellas brillaban un poco más, como si aquel espíritu perdido aún vagara entre ellas, guiando a los que se atrevían a seguir su senda.
No podía dejar que aquel diario se perdiera de nuevo en el olvido. Lo colocó con cuidado dentro de su traje espacial y, al regresar a su nave, encontró un lugar junto a la cabina de pilotaje donde pudiera mantenerse cerca. Lo sujetó al panel, de modo que las palabras del explorador caído lo acompañaran en cada salto a través del espacio, en cada nuevo sistema solar que visitara.
Cada vez que iniciaba un nuevo viaje, su mirada se posaba brevemente en el diario, recordando la historia de aquel desconocido que había visto la misma belleza en el cosmos y que, a pesar de su destino trágico, había dejado una huella en las estrellas.
Antes de partir de la estación, dirigió una última mirada a las sombras que la envolvían y susurró al vacío:
—Nos veremos allá afuera, en el campo de estrellas.
Con esa promesa resonando en su mente, encendió los motores y se alejó de la estación, llevándose consigo un fragmento de la historia de un alma que, como él, había vivido con la mirada siempre puesta en el horizonte.
Las estrellas lo recibieron con su brillo eterno, y el diario, colocado cerca de su asiento, parecía acompañarlo, como si el espíritu del explorador perdido aún buscara el infinito.