El tren 444 estaba a punto de partir, y yo aún no llegaba. Me lo había perdido porque, en el camino, un perro me persiguió, una persona chocó conmigo y tiró mi café, y una anciana me confundió con su nieto. Era como si el mundo se hubiera puesto de acuerdo para que llegara tarde al trabajo. Al final, corrí hacia la estación, pero al subir, me equivoqué de tren. La multitud me arrastró antes de que pudiera darme cuenta, y las puertas se cerraron frente a mí. Frustrada, me fui a casa, temiendo cómo explicarle esto a mi jefe, ya que era la tercera vez que llegaba tarde.
Me dejé caer en el sofá, derrotada. Mi gato, en su intento de acomodarse, encendió el televisor. Las noticias rompieron el silencio: el tren 444 se había estrellado esa misma mañana. Un escalofrío recorrió mi espalda al escuchar las noticias. El aire de la habitación parecía volverse más denso, y el sonido del televisor, aunque claro, parecía distante. Mi mente se negó a procesar lo que acababa de escuchar. El tren 444... El mismo que había estado a punto de tomar. De haber corrido un poco más, de no haberme detenido por el perro, de no haber tropezado con el hombre distraído o la anciana... ¿Qué habría pasado conmigo?
Mis manos temblaban, y sentí un nudo formarse en el estómago, como si algo me estuviera apretando por dentro. El alivio de estar en casa se mezclaba con una extraña culpa. Mi respiración era pesada, y por un momento, todo parecía irreal, como si estuviera viendo mi propia vida desde fuera. El pensamiento de que quizá no estaría aquí, sentada en el sofá, me dejó sin aliento.
Miré a mi gato, buscando en su calma algo a lo que aferrarme, pero la realidad era ineludible. Una parte de mí quería correr a la estación, comprobar con mis propios ojos, pero otra parte sabía que el destino había sido decidido por esas pequeñas casualidades que nunca controlamos. Estaba a salvo... pero otros no lo habían estado. Y eso me dejó una sensación amarga, como si la vida me hubiera dado una segunda oportunidad sin que la pidiera.