No había dormido bien en semanas. El eco de la tormenta que azotó el pueblo aquella noche seguía grabado en mi memoria. Cada trueno parecía acercarse a un oscuro secreto que no podía ignorar más. El asesinato de Amanda, mi vecina, no había dejado de rondarme la cabeza. Ella era la luz del vecindario, siempre alegre, siempre sonriente. Hasta que la encontraron muerta en su casa, con la puerta cerrada desde dentro y ni una sola pista de cómo ocurrió.
Me giré en la cama, intentando silenciar los pensamientos. Pero ahí estaba de nuevo. El mismo sonido que había escuchado la noche en que Amanda murió: un suave golpe contra mi ventana. Esta vez, más insistente.
Me levanté, con el corazón martilleando en mi pecho, y me acerqué lentamente. Me asomé con cautela. Al principio no vi nada, solo la calle vacía, envuelta en una niebla espesa. Pero entonces, lo noté. Un reflejo, una sombra, moverse furtivamente al otro lado de la acera.
Deslicé la ventana un poco más para escuchar mejor. Solo el viento. Pero una sensación inquietante me recorrió la columna vertebral. Cerré rápidamente la ventana y bajé las persianas.
"Estás paranoico", me dije, tratando de calmarme. "Solo fue el viento".
Me preparé un té, buscando algo de calor en la fría noche. Sin embargo, el sonido persistía en mi mente, como un reloj haciendo tictac. Amanda siempre había dicho que sentía que alguien la observaba desde su ventana. Y ahora, ese mismo sentimiento comenzaba a apoderarse de mí.
Fui hasta el salón, buscando distracción. Al encender la luz, el teléfono sonó. Eran las dos de la mañana. Nadie llama a esa hora a menos que sea algo urgente.
–¿Diga? –mi voz sonó quebrada.
Silencio. Escuché la respiración de alguien al otro lado.
–Amanda... sabía demasiado –dijo una voz susurrante antes de colgar abruptamente.
Mi piel se erizó al instante. ¿Quién demonios había sido? Intenté devolver la llamada, pero el número estaba bloqueado.
Me senté en el sofá, con las manos temblorosas. El miedo y la incertidumbre se mezclaban en mi interior. Amanda y yo habíamos sido buenos amigos, pero ella nunca me mencionó saber algo que le pudiera haber costado la vida. A no ser... que tuviera que ver con lo que ocurrió aquel verano.
Nosotros dos habíamos descubierto algo que nunca debimos ver. Un paquete enterrado cerca del río, con documentos que no tenían sentido. Amanda insistió en entregarlos a la policía, pero yo me negué. Eran solo papeles viejos, le dije. Papeles que no importaban.
Quizás me equivoqué.
El crujido de una puerta me sacó de mis pensamientos. Venía de la cocina. Me puse de pie lentamente, sintiendo la tensión en cada músculo. No estaba solo en la casa.
Cogí un cuchillo del cajón. Los pasos eran sigilosos, pero audibles. Me dirigí hacia el origen del sonido, con el corazón en la garganta. Cuando llegué a la cocina, no vi a nadie, pero la puerta trasera estaba abierta de par en par.
Salí corriendo hacia el exterior. La niebla había cubierto todo el patio, y no podía ver más allá de unos metros. Entonces, lo vi. Una figura alta y oscura al borde de mi jardín, mirándome fijamente.
–¿Quién eres? –grité, con el cuchillo en alto.
La figura no respondió. Solo dio un paso atrás y desapareció en la niebla.
Pasaron varios minutos antes de que me atreviera a volver a entrar. Cerré la puerta trasera con llave y me senté a esperar. Esperar que lo que fuera aquello no volviera.
Pero la llamada lo había dejado claro. Amanda sabía algo. Y ahora, esa verdad había llegado hasta mí.
Las horas pasaron lentamente hasta que el sol comenzó a asomar por el horizonte. Sin embargo, no me sentía seguro. Decidí visitar la casa de Amanda. Quizás, en su ausencia, pudiera encontrar alguna pista.
La puerta estaba precintada, pero eso no me detuvo. Escalé una ventana lateral y entré en el salón. Todo estaba tal como lo recordaba, salvo por el caos causado por la policía. Busqué en los cajones, revisé su ordenador y hojeé sus cuadernos.
Finalmente, encontré algo. Una carta escondida en su colchón, dirigida a mí. El sobre estaba sellado, pero las palabras en el exterior lo decían todo: Si estás leyendo esto, estoy muerta.
Mis manos temblaban mientras rompía el sello.
"Lo siento por no habértelo dicho antes, pero tenía miedo. Miedo de lo que sabía, miedo de lo que tú también podrías recordar. Lo que encontramos aquel verano... no eran solo documentos. Eran pruebas. Pruebas de una red peligrosa, gente poderosa que hará lo que sea para proteger sus secretos. No he sabido cómo manejarlo, pero ahora están tras de mí. Y si me han encontrado, también irán por ti. Tienes que irte. Ya no es seguro".
Mis rodillas flaquearon. Amanda lo había sabido todo este tiempo, y no me lo dijo. Y ahora estaba muerta.
De pronto, escuché el crujido del suelo detrás de mí. Me giré rápidamente, y ahí estaba la figura que había visto en la niebla, más cerca de lo que me gustaría. Era un hombre alto, con una capucha que le cubría el rostro.
–Tú no deberías estar aquí –dijo con voz grave.
–¿Quién eres? –le grité, retrocediendo hasta la pared.
–Eso no importa. Lo que importa es que Amanda sabía demasiado. Y ahora tú también.
Dio un paso hacia mí, y en ese momento me di cuenta de que no había salida. Estaba atrapado en la casa, con un hombre que claramente no tenía intenciones de dejarme ir con vida.
–No fue un accidente –dije, intentando ganar tiempo–. La mataste, ¿verdad?
Él sonrió de manera inquietante.
–A veces, la verdad debe enterrarse, igual que las personas.
No lo pensé dos veces. Lancé el cuchillo que había cogido de mi cocina antes, directo a su pecho. Cayó al suelo, gimiendo de dolor. Pero no me quedé a verlo. Salí corriendo de la casa, con el corazón desbocado.
El aire frío me golpeó el rostro mientras corría sin detenerme. No tenía un plan, solo la certeza de que si me quedaba quieto, sería el siguiente.
La verdad ya no estaba enterrada. Y aunque el peligro acechaba en cada sombra, solo había una opción: encontrar a aquellos que querían silenciarme... antes de que lo lograran.