[ Salvatore Romano ]
La lluvia caía con fuerza sobre el techo del edificio abandonado, creando un ritmo constante que resonaba en la oscuridad de la noche. El sonido de las gotas golpeando el metal oxidado era casi hipnótico, pero no lo suficiente como para distraerme de la traición que tenía frente a mí. Mis hombres y yo estábamos reunidos en el amplio espacio vacío, iluminados solo por la tenue luz de unas pocas linternas.
El traidor, un hombre en quien había confiado con mi vida, estaba arrodillado en el suelo, empapado y temblando. Su nombre era Carlos, y había cometido el error imperdonable de vender nuestra droga al enemigo a cambio de dinero. No había excusas para lo que había hecho, y él lo sabía.
—Salvatore, por favor... —suplicó Carlos, con voz quebrada por el miedo—. No estaba pensando en lo que hacía. Dame una oportunidad, te lo ruego.
Lo miré con frialdad, sintiendo una mezcla de desprecio y decepción. Carlos había sido uno de mis hombres más leales, o al menos eso había creído. Ahora, su traición era un recordatorio doloroso de que no podía confiar en nadie completamente.
—Sabes que no doy segundas oportunidades, Carlos —dije, mi voz era firme y sin rastro de compasión—. La traición es el peor de los pecados, especialmente cuando se traiciona a quien te da de comer.
Mis palabras resonaron en el espacio vacío, y pude sentir la tensión entre mis hombres. Todos sabían lo que venía a continuación, y ninguno de ellos se atrevía a intervenir. La lealtad era la base de nuestra organización, y cualquier acto de traición debía ser castigado de manera ejemplar.
Carlos comenzó a llorar, sus sollozos se mezclában con el sonido de la lluvia. Me acerqué a él, sacando mi pistola de la funda. El frío metal en mi mano era un recordatorio de la dureza de nuestro mundo, un mundo donde la debilidad no tenía cabida.
—Esto es lo que pasa cuando alguien traiciona a la familia —dije, mirando a mis hombres uno por uno—. Que esto sirva de lección para todos.
Sin más preámbulos, apunté a la cabeza de Carlos y apreté el gatillo. El sonido del disparo resonó en el edificio, seguido por el silencio absoluto. El cuerpo de Carlos cayó al suelo, inerte, y la sangre comenzó a mezclarse con el agua de la lluvia.
Me giré hacia mis hombres, con la mirada fría y calculadora.
—¿Alguien tiene algo que decir? —pregunté, desafiándolos a contradecirme.
Todos negaron con la cabeza, el miedo era evidente en sus rostros. Sabían que cuestionar mi autoridad era un riesgo que ninguno estaba dispuesto a correr.
—Bien, vámonos —ordené, guardando mi pistola.
Mientras algunos de mis hombres y yo nos dirigíamos hacia la salida, me volví hacia los demás.
—Recojan el cuerpo y pónganlo en un lugar donde todos lo vean —dije—. Que esto sea una lección que nadie olvide.
La lluvia continuaba cayendo mientras salíamos del edificio, y no pude evitar sentir una mezcla de alivio y tristeza. La traición de Carlos era un recordatorio de la fragilidad de la lealtad, y de la necesidad de mantener el control a toda costa.
El sonido de la lluvia golpeando el techo del coche era casi relajante mientras nos alejábamos del edificio. Alessandro, mi asistente y mano derecha, conducía en silencio, respetando mi necesidad de procesar lo que acababa de ocurrir. Sabía que podía confiar en él, pero la traición de Carlos había dejado una marca profunda.
—Salvatore, ¿quieres que haga algo más con respecto a la droga que perdimos ? —preguntó Alessandro, rompiendo el silencio.
—No, ya he dado las órdenes necesarias —respondí, mirando por la ventana mientras las luces de la ciudad pasaban rápidamente—. Solo asegúrate de que todos entiendan la lección.
Alessandro asintió, con expresión seria. Sabía que podía contar con él para mantener el orden y la disciplina entre mis hombres. Era eficiente y leal, cualidades que valoraba por encima de todo.
Llegamos a mi mansión, una imponente estructura que se alzaba en medio de un vasto terreno. La seguridad era estricta, con guardias patrullando constantemente y cámaras vigilando cada rincón. No podía permitirme ningún error, no en mi posición.
Entré en mi oficina, dejando que el silencio y la soledad me envolvieran. La traición seguía pesando en mi mente, y sabía que debía mantenerme alerta. No podía permitirme mostrar debilidad, no cuando tantos dependían de mí.
Me senté en mi escritorio y encendí una lámpara, iluminando los documentos y mapas que cubrían la superficie. La guerra con la familia Moretti estaba en su punto álgido, y cada movimiento debía ser calculado con precisión. No podía permitirme más errores.
Mientras revisaba los informes, la puerta de mi oficina se abrió y Claudia entró, su figura esbelta y su mirada intensa llenando la habitación. No pude evitar sentir una punzada de irritación al verla. Claudia era una mujer obsesionada conmigo, y su presencia siempre traía complicaciones.
—¿Qué haces aquí, Claudia? —pregunté, sin molestarme en ocultar mi desagrado.
—Vine a verte, Salvatore —respondió ella, su voz era suave y seductora—. Me preocupaba por ti.
—No necesito tu preocupación —dije, volviendo mi atención a los documentos frente a mí—. Estoy ocupado.
Claudia se acercó, ignorando mi intento de desestimarla. Su perfume llenó el aire, una mezcla embriagadora que solo aumentaba mi irritación.
—Oye, sabes que solo quiero ayudarte —dijo, colocando una mano en mi hombro.
Aparté su mano con un movimiento brusco, levantándome de mi silla para mirarla directamente a los ojos.
—Claudia, te he dicho muchas veces que no necesito tu ayuda —dije, mi voz era baja pero firme—. Y no aprecio tus visitas no solicitadas.
Ella me miró con una mezcla de desafío y deseo, sus ojos oscuros brillaban en la luz tenue de la lámpara.
—Algún día, Salvatore, te darás cuenta de que soy la única que realmente te entiende —dijo antes de girarse y salir de la oficina, dejando tras de sí una estela de perfume y tensión.
Suspiré, volviendo a sentarme. Claudia era un problema que necesitaba resolver, pero no ahora. Había asuntos más urgentes que requerían mi atención.
La noche avanzaba y el cansancio comenzaba a hacer mella en mí. Decidí dejar los informes para la mañana y me dirigí a mi habitación. Alessandro me siguió, asegurándose de que todo estuviera en orden antes de retirarse a su propio cuarto.
Me dejé caer en la cama, el peso de la responsabilidad y la traición de Carlos aún pesando en mi mente. Sabía que debía mantenerme fuerte, no solo por mí, sino por todos los que dependían de mí. La guerra con los Moretti no mostraba signos de detenerse, y cada día traía nuevos desafíos.
Cerré los ojos, dejando que el sonido de la lluvia me arrullara. Sabía que el camino por delante sería difícil, pero estaba decidido a enfrentar cada obstáculo con la misma determinación que siempre había mostrado. No podía permitirme fallar, no cuando tanto estaba en juego.
