El silencio de la habitación era ensordecedor. Después de años compartiendo risas, susurros y secretos, ahora solo quedaba el eco de una puerta cerrándose. Mi relación había terminado, y con ella, parecía que mi mundo también.
La primera noche fue la más difícil. Me acosté en el lado derecho de la cama, como siempre, pero el espacio vacío a mi izquierda era un recordatorio cruel de lo que ya no era. Las preguntas comenzaron a inundar mi mente: ¿Qué hice mal? ¿Podría haberlo salvado? El miedo de quedarme sola se coló en cada pensamiento, haciéndome dudar de cada decisión que había tomado.
Los días pasaban y, con ellos, una niebla pesada se posaba sobre mi corazón. Me encontraba sumergida en recuerdos que dolían más que sanaban, atrapada entre lo que fue y lo que ya no sería. Caminaba por las calles como si el mundo continuara su marcha, mientras yo permanecía congelada en un dolor que parecía interminable.
Pero un día, algo cambió. Fue una mañana cualquiera, cuando el sol asomaba tímidamente por la ventana, como si hubiera estado esperando que yo lo notara. Y ahí estaba, ese rayo de luz que había ignorado durante tanto tiempo. Me levanté de la cama, y por primera vez en semanas, me sentí capaz de respirar.
Entendí entonces que la oscuridad no era eterna. Que, aunque el dolor aún estaba allí, mi vida no se detendría por una relación rota. Un tropezón, después de todo, no es una caída. Me di cuenta de que era fuerte, más fuerte de lo que pensaba. Las dudas, los miedos, los momentos de debilidad, todos eran parte del proceso, pero no definían quién era.
El sol seguía brillando, y yo, poco a poco, también.
Moraleja: A veces, la oscuridad parece interminable, pero incluso tras los momentos más duros, siempre hay un rayo de luz esperando. Un tropezón no es una caída, sino una oportunidad para levantarse más fuerte.