Hoy perdí una pelota, quizás por no cuidarla, quizás por no guardarla, por usarla, quizás por desgastarla, quizás si siempre la hubiera mantenido guardada y solo la sacará de vez en cuando para mirarla, la seguria teniendo y aún podría seguir pateandola, pero me di cuenta de que la verdadera magia de una pelota de fútbol no radica en poseerla, sino en vivir la experiencia de jugar con ella.
A lo largo de los años, esta pelota se convirtió en mucho más que un simple objeto; se convirtió en una compañera de aventuras, en una confidente de sueños y en una testigo de risas y lágrimas.
Cuando la tenía guardada, sentía que perdía la oportunidad de aprovechar al máximo su potencial. Al usarla, al dejarla rodar por el césped y sentir cómo respondía a mis pies, fue que descubrí su verdadero propósito. Cada patada, cada pase y cada golpe de cabeza me recordaban que el fútbol no se trata solo de ganar o perder, sino de disfrutar cada instante, de sentir la emoción que surge en el terreno de juego.
Quizás se desgastó con el tiempo, sus colores se desvanecieron y su superficie perdió la suavidad de antaño, pero cada rasguño y cada marca contaban una historia. Eran testigos mudos de cada partido jugado, de cada jugada brillante y de cada error cometido. La pelota llevaba en sí misma la evidencia de mi crecimiento como jugador, de los aprendizajes adquiridos y de las metas alcanzadas.
Hoy, al darme cuenta de todo esto, mi perspectiva ha cambiado. No buscaré una pelota perfecta y guardada en una vitrina, sino una pelota llena de historias por contar, con marcas que evidencien la pasión vivida. Seguiré cuidándola, claro está, pero no para mantenerla inmaculada, sino para asegurarme de que siempre esté lista para ser usada y para revivir una y otra vez la experiencia única que solo el fútbol puede brindar.