El reloj marcaba las doce de la noche, el silencio envolvía la habitación mientras ella sostenía en sus manos el amor que sentía por él. Los recuerdos de años compartidos se entrelazaban con la tristeza de la despedida.
¿Cómo podía seguir adelante con el corazón roto pero con la certeza de que aquel final no era definitivo? Las palabras no pronunciadas resonaban en su mente, creando un eco de dudas y esperanzas.
Mientras la luna iluminaba la habitación, él caminaba por las calles vacías con el peso de la decisión en su pecho. Había dejado atrás a la persona que amaba, sabiendo que su partida causaba dolor pero también liberaba un amor que ya no podía florecer en su interior.
La noche se tornaba en un reflejo de sus pensamientos tumultuosos, cuestionando si la separación era la única salida o si aún quedaba un destello de esperanza en el horizonte. Los días pasaban lentamente, marcados por la ausencia del otro. Las cartas sin enviar se acumulaban en la mesa, testigos mudos de un amor que se negaba a desaparecer.
Ambos se encontraban en un limbo emocional, atrapados entre el deseo de seguir adelante y la nostalgia de lo que una vez compartieron.
El domingo por la noche se convertía en un ritual de melancolía, recordando los momentos felices que ahora parecían lejanos e irreales.
En medio de la oscuridad de la noche, un rayo de luz se filtraba por la ventana, iluminando el camino hacia una nueva etapa.
A medida que el tiempo avanzaba, el dolor se transformaba en aceptación y la resignación cedía paso a la esperanza. Quizás aquel punto y aparte en su historia no era el final definitivo, sino más bien un nuevo comienzo lleno de posibilidades.
Con el amor en las manos y el corazón cicatrizando poco a poco, se abría la puerta a un futuro incierto pero cargado de promesas.
