Pasaron unos años hasta que me di de baja, no podía seguir yendo a ese lugar, no porque no pudiera, más bien, me aburrí de seguir las reglas del lugar.
No tenía un lugar al cual ir, no tenía casa y no podía ir con mi madre ni mi padre, ya era un adulto. Además, el hecho de mi orientación sexual también era un constante pleito con ellos pues, antes de irme al ejército les confesé cómo me sentía. Todo sucedió tal como lo había imaginado. Me gritaron de todo: degenerado, enfermo... pero no sentí ni un ápice de tristeza. Con una mirada sin ninguna emoción, me despedí de ellos y me fui.
Ahora, fuera de ese lugar, me dediqué a dar rienda suelta a todos mis instintos. No dudé ni un segundo en lo que quería hacerle a ese chico que encontré en un bar. Lo reconocí de inmediato, antes ya había puesto mis ojos en ese chico rubio de tez blanca, aunque ahora estaba un poco maltratada por lo que se sufría en el ejército.
Le invité a tomar unas copas, él aceptó gustosamente y cuando ya estaba completamente ebrio y no podía ponerse en pie, me lo llevé. Nadie iba a sospechar, pues nos vieron bebiendo juntos, además, ¿quién iba a decir algo de dos hombres que se fueran juntos? Lo llevé a casa, abusé de él cuantas veces quise. Lo mantuve ahí, sedado, era un juguete muy bueno, me gustaba mantenerlo atado a la cama y tener relaciones sexuales con él hasta que perdiera la conciencia. Tan duro como fuera posible.
Me sentía rejuvenecido cada vez que estaba con él, perdía la noción del tiempo cada vez que entraba en esa habitación. Pero todo lo bueno llega a su fin, me aburrí de él y terminé matándolo. Además, a pesar de estar inconsciente, se quejaba mucho, eso lo odiaba.
Seguí haciendo lo mismo con más y más hombres, pero siempre ponían resistencia a pesar de estar sedados. No me gustaba eso, quería que estuvieran en completa sumisión, que solo gimieran sin quejarse o trataran de alejarme, eso me frustraba y me hacía perder el control, y después de divertirme un poco con ellos, terminaba con sus vidas.
Conocí a alguien, un chico hermoso, aproximadamente cinco años más joven que yo. Cuando lo vi por primera vez en ese bar gay que solía visitar, mi corazón latió más fuerte, sabía que lo deseaba. Su piel parecía porcelana, sus ojos verdes brillantes me cautivaron y sus rizos rebeldes que luchaba por mantener detrás de su oído me cautivaron por completo.
Cuando me acerqué y le hablé, su voz era aún más hermosa que toda la belleza de su rostro. Pensé que, por primera vez, podía decir que me había enamorado. Conversamos un poco y me di cuenta de que teníamos mucho en común.
Ambos habíamos dejado a nuestras familias huyendo de lo que éramos. Nuestras preferencias sexuales siempre se han visto como una enfermedad. Como si el tener relaciones con mujeres fuera lo único importante en la vida.
Comencé mi primera relación. A las tres semanas nos mudamos juntos a un departamento, él ya no trabajaba en el bar, no me gustaba que otros hombres lo vieran, sentía celos. Siempre que salíamos iba a mi lado con la mirada baja, aunque evitaba sacarlo mucho de nuestra casa. En el sexo, me complacía en todo lo que le pedía, era muy sumiso y por eso lo amaba; había encontrado a mi pareja ideal.
Seguía siendo igual de rudo, el masoquismo era parte de mí y a él no le molestaban mis fantasías, es más, las disfrutaba porque él era igual a mí.
Cuando lo ataba a la cama y quemaba su cuerpo con las colillas de cigarro, sus gemidos y sus jadeos me incitaban a más. Morder su cuerpo hasta sacar sangre, sus gritos de dolor entre suspiros eran música para mis oídos. Follarlo hasta que el semen que salía por su ano se manchaba de rojo por la sangre de su entrada, era realmente excitante.
Él se convirtió en el único al que me gustaba tocar, llegué a pensar: esto es amor. Cumplía todos mis caprichos, jamás dijo que no a pesar de lo cruel que pudiera parecer.
En una ocasión, incluso me ayudó a llevar a un chico a casa. Después de pensarlo y hablarlo, concluimos que hacerlo con alguien ajeno a nuestra relación sería una nueva experiencia. Sonaba muy prometedor y, con eso en mente, salimos a una taberna y conocimos a Adam, un joven unos años mayor que él, pero menor que yo.
Fingimos ser primos para ganarnos la confianza de aquel joven. Utilizamos el antiguo método de hacer que bebiera hasta perder la conciencia. El lugar era peligroso, las personas solían ignorar lo que sucedía a su alrededor si no estaba relacionado con ellos. Fue muy fácil sacarlo de allí.
Lo llevamos a casa, fue una aventura emocionante para ambos. Lo esposamos a la cama y después de unas horas comenzó a despertar, estábamos cada uno a un lado de la cama.
Le pusimos una mordaza para evitar que gritara y causara problemas con los vecinos. Su rostro mostraba lo asustado que estaba en ese momento.
Mi amante, tan complaciente como siempre, hizo todo lo que le pedí. Encendió una vela, él estaba completamente desnudo y vio claramente lo que hice.
Con mi mano izquierda acaricié su pierna derecha y apreté con fuerza de manera constante. La vela blanca se estaba quemando rápidamente. La incliné un poco hacia la mitad de su cuerpo, la cera quemada y derretida cayó rápidamente en su pene. Su cuerpo se movía de un lado a otro en movimientos desesperados e inútiles tratando de soltarse, lágrimas empezaron a salir de la comisura de sus ojos.
Mis pantalones estaban ajustados, mi pene se había endurecido solo al ver su rostro de terror. Me excitaba ver el miedo y dolor en sus ojos. Dejé la vela a un lado y extendí mi mano hacia mi amante, él, sumiso, extendió la suya y la agarré con fuerza atrayéndolo hacia mí.
Besé su mano y lamí sus dedos. Tomé su mano y la guié hacia el pene del chico, que estaba rojo y con algunas llagas empezando a aparecer. Con mi mano sobre la suya, comencé a masturbarlo sin delicadeza.
Ambos nos arrodillamos en la cama y nos entregamos a un beso apasionado en el que mordíamos nuestros labios. Él se quitó el bóxer con una mano, yo hice lo mismo con mis pantalones y dejamos al descubierto nuestros penes duros y erectos.
Continuamos masturbando a Adam y extendimos nuestras manos libres para estimularnos mutuamente mientras seguíamos besándonos. El cuerpo de Adam respondió al estímulo, nos calentamos aún más y eyaculamos al mismo tiempo. Adam ensució nuestras manos y nosotros le ensuciamos el abdomen al eyacular sobre él.
Con la ayuda de mi hermano, sentamos a Adam sobre la cama. Él, por supuesto, intentó huir, sin embargo, nadie puede caminar con las dos piernas rotas, aún así, intentó arrastrarse por la cama.
Fue inútil. Lo atamos nuevamente, mi amante subió sobre él y se penetró con su pene, dándole la espalda. Yo también subí a la cama y le quité la mordaza, tan pronto como abrió la boca para gritar, introduje mi pene y le hice que me lo mamara.
Ya no tenía fuerzas, el dolor de sus piernas rotas estaba cobrando factura pues sus ojos se estaban cerrando debido a la fiebre intensa que estaba sufriendo.
Le di un golpe fuerte en la sien, causándole sangre. Continué penetrando con fuerza hasta lo más profundo de su garganta. Mi amante seguía saltando sobre mi pene, soltando gemidos audibles. Realmente era excitante.
Seguimos torturando a Adam, mordiendo su cuerpo hasta que el sabor metálico de la sangre se sentía en nuestros paladares. Parecía que habían pasado años desde que esa sensación de éxtasis recorría mi cuerpo.
Lo tuvimos durante unos días. Abusamos de él hasta que se desmayara, incluso, en ocasiones se despertaba al sentir mi pene dando embestidas feroces en su agujero. Sin embargo, no todo es perfecto.
En los últimos días antes de matarlo y dar su cuerpo molido a las aves del bosque, mi amante estaba molesto. Decía que le prestaba más atención a Adam que a él. Sus celos explotaron y terminó por dejarme.