Era una noche fresca de otoño cuando nos encontramos en la vieja casa de campo, lugar de innumerables recuerdos y risas compartidas. El crepitar del fuego en la chimenea y el aroma a café recién hecho llenaban el aire. Nos sentamos alrededor de la mesa de ajedrez, como tantas veces antes, listos para una partida que se prometía intensa.
“¿Recuerdas nuestra primera partida aquí?” pregunté, moviendo un peón hacia adelante. Tus ojos brillaron con la chispa de la nostalgia mientras asentías.
“Claro, tenía diez años y pensaba que te ganaría fácilmente,” respondiste, riendo. “No sabía que me darías una lección de paciencia y estrategia.”
La partida avanzaba lentamente, cada movimiento calculado y lleno de significados más profundos que las simples piezas sobre el tablero. Nos conocíamos tan bien que cada jugada era una conversación sin palabras, un reflejo de nuestros años de amistad.
En medio del juego, un silencio cómodo se asentó. Fue entonces cuando te atreviste a preguntar algo que siempre habías querido saber. “¿Qué fue lo que te hizo quedarte, incluso en los momentos más difíciles?”
Pensé por un momento, observando las piezas negras y blancas, símbolos de nuestras decisiones y vidas entrelazadas. “Porque, amigo mío, siempre has sido mi reina en este tablero de la vida. La pieza más poderosa y esencial. Sin ti, el juego no tendría sentido.”
Terminamos la partida sin un ganador claro, pero con una sensación de satisfacción y comprensión. Esa noche, más que cualquier otra, reafirmó lo que siempre supimos: que nuestra amistad era un lazo inquebrantable, una partida interminable llena de estrategias compartidas y lecciones aprendidas.
Y así, en el silencio de la noche, con el eco del último movimiento resonando en nuestras mentes, supimos que aunque las piezas cambien y el tablero se vuelva incierto, nuestra amistad siempre encontraría la manera de prevalecer.