Siempre he pensado que el tiempo tiene una manera peculiar de desenredar los recuerdos, haciéndolos más vívidos y emotivos cuanto más lejos estamos de ellos. Entre todos esos recuerdos, los que tengo de mi abuela Torales son los más entrañables. Si pudiera volver el tiempo atrás, no dudaría en revivir cada uno de esos momentos a su lado, en su cálida casa, donde el aroma de las tortas fritas y el mate recién hecho siempre nos acompañaban.
LA abuela tenía una manera única de mimarme. Su casa era una experiencia llena de amor y cariño. Ella sabía exactamente cómo hacerme sentir especial, cómo convertir cada día en una pequeña celebración de la vida. Recuerdo claramente esas tardes lluviosas en las que, al llegar de la escuela, me recibía con una gran sonrisa y el sonido chisporroteante de las tortas fritas friéndose en la cocina. El olor a masa recién cocida se esparcía por toda la casa, y yo no podía evitar correr hacia la cocina, donde la abuela, me esperaba con los brazos abiertos.
"Ven, Gigita " apodo de cariño , decía, llamándome con esa voz suave que siempre lograba calmar cualquier preocupación. "Tengo tus favoritas listas".
Nos sentábamos en la mesa de la cocina, y comenzábamos nuestro ritual de mate y charlas. La abuela Torales me enseñó a disfrutar del mate, explicándome con paciencia cada detalle de su preparación. Mientras sorbíamos el mate amargo y compartíamos las tortas fritas, nuestras conversaciones podían abarcar cualquier tema. Hablábamos de todo y de nada, desde mis días en la escuela hasta sus recuerdos de juventud. Cada palabra suya era una lección, una ventana a su sabiduría y experiencia.
A menudo, nuestras charlas se trasladaban al jardín, su lugar favorito. Verla regar y cuidar sus plantas era un espectáculo en sí mismo. La abuela tenía un don especial para la jardinería; sus plantas florecían bajo su cuidado amoroso, reflejando la belleza y el amor que ponía en todo lo que hacía. Me enseñó a valorar la paciencia y la dedicación, a entender que las cosas más hermosas de la vida requieren tiempo y esfuerzo para florecer.
"Cada planta tiene su propio ritmo", me decía mientras regaba sus rosas con delicadeza. "No puedes apresurarlas. Debes darles amor y cuidado, y ellas te recompensarán con su belleza".
La abue no solo cuidaba de sus plantas, sino que también se aseguraba de que yo estuviera bien alimentada. Sabía exactamente cuáles eran mis platos favoritos y siempre tenía algo especial preparado para mí. Sus guisos y empanadas eran legendarios, pero nada se comparaba con sus albóndigas en salsa, que se deshacían en la boca y llenaban la casa de un aroma irresistible. Cocinar con ella era una experiencia que iba más allá del simple acto de preparar comida; era una forma de conectarnos, de compartir historias y de crear recuerdos que perdurarían para siempre.
En esas tardes de cocina, la abuela me contaba sobre la vida que había vivido, sobre sus sueños y desafíos. Me hablaba de su juventud, de cómo conoció al abuelo y de las aventuras que vivieron juntos. Cada historia estaba llena de detalles, de emociones, y yo absorbía cada palabra con fascinación. A través de sus relatos, descubrí una mujer valiente y apasionada, que había enfrentado la vida con una sonrisa y una determinación inquebrantable.
Uno de los momentos más especiales era cuando nos sentábamos a ver la novela o maratones interminables de películas de Elizabeth Taylor. La abuela era una gran admiradora de la actriz, y juntas nos sumergíamos en sus historias, comentando cada escena y disfrutando de su increíble talento. Esos momentos eran una mezcla perfecta de entretenimiento y conexión, donde compartíamos risas, lágrimas y una profunda admiración por el arte del cine.
A veces, mientras veíamos la televisión, la abuela comenzaba a contarme cosas de mi niñez que yo no recordaba. Me hablaba de mis primeros pasos, de mis travesuras y de cómo siempre había sido una niña curiosa y llena de energía. Cada anécdota era un tesoro, una pieza más del rompecabezas de mi vida que solo ella podía proporcionar. Saber que había alguien que conocía cada detalle de mi infancia me hacía sentir querida y protegida.
La abue siempre hablaba con orgullo de sus nietos, pero nunca dejaba de recordarme que yo era su regalona. "Eres mi especial, Araceli", me decía con una sonrisa. "Desde el momento en que te vi, supe que tenías algo único". Me contaba cómo había insistido en llamarme Araceli, un nombre que siempre le había parecido hermoso y lleno de significado.
"Araceli significa 'altar del cielo'", explicaba. "Quería que tu nombre reflejara la belleza y la fuerza que veo en ti".
Si pudiera volver el tiempo atrás, aprovecharía cada segundo a su lado. Le pediría que me contara una vez más sus historias, que me enseñara sus recetas con más detalle, que me mostrara cada rincón de su jardín. Me sentaría con ella a ver todas las películas de Elizabeth Taylor, riendo y llorando juntas. Le diría cuánto la amo y cuánto significan para mí todos esos momentos que compartimos.
Pero el tiempo, implacable como siempre, sigue su curso. Y aunque no puedo regresar y vivir esos momentos otra vez, los recuerdos de mi abuela Torales siguen vivos en mi corazón. Sus enseñanzas, su amor y su presencia han moldeado la persona que soy hoy. Cada vez que preparo mate, que cuido de una planta, que cocino una de sus recetas o que me siento a escribir, siento que ella está conmigo, guiándome y acompañándome.
La abue me dejó un legado de amor y sabiduría que nunca se desvanecerá. Y aunque ya no está físicamente conmigo, su espíritu vive en cada palabra que escribo, en cada historia que cuento. Mi abuela fue mi primera maestra, mi confidente, mi amiga, y su memoria siempre será una fuente de inspiración y fuerza en mi vida.
Cuando miro hacia atrás, sé que, aunque quedaron cosas por hacer y palabras por decir, lo que compartimos fue hermoso y único. Y es en esos recuerdos donde encuentro consuelo y alegría, sabiendo que tuve la suerte de tener una abuela
, que me amó incondicionalmente y me enseñó a vivir con pasión y gratitud.
Una tarde, después de un día particularmente difícil, me encontré sentada en el patio de la casa de la abuela, recordando todos esos momentos preciosos. El jardín estaba floreciendo, las rosas que ella tanto amaba estaban en su pleno esplendor, y el aire estaba lleno del aroma fresco de la primavera. Cerré los ojos y pude casi sentir su presencia, su mano cálida sobre la mía, su voz suave susurrándome al oído.
Decidí que era el momento de escribir sobre ella, de plasmar en palabras todo lo que había significado para mí. Así nació este micro cuento, una carta de amor y gratitud a la mujer que me enseñó tanto y me dio tanto. A medida que escribía, sentía que cada palabra era una manera de mantener viva su memoria, de honrar su legado y de compartir con el mundo la maravillosa abuela que fue .
La vida sigue, y aunque la abuela ya no está aquí para compartir esos momentos conmigo, su espíritu y sus enseñanzas siempre estarán presentes. Cada vez que preparo una taza de mate, que me siento a escribir, que cuido de una planta o que veo una película de Elizabeth Taylor, siento que ella está a mi lado, sonriendo y acompañándome en cada paso del camino.
Si pudiera volver el tiempo atrás, no cambiaría nada de lo que compartimos. Solo desearía tener más tiempo, más abrazos, más conversaciones y más risas. Pero me consuela saber que, en el tiempo que tuvimos juntas, vivimos con plenitud y amor. Y eso es algo que siempre atesoraré en mi corazón, un regalo que nunca se desvanecerá.