No tenía historial aparente sobre enfermedades mentales, además, se encontraba huérfana y no se le conocía familiares. Lo más seguro para ella y sus infelices vecinos era llevarla a un hospital psiquiátrico.
El suave silbido que hacía constantemente con sus labios erizó mis brazos, y, por un pequeño instante, sentí los ojos de un tercero en el lugar. No podía sumergirme en los temores de la locura, yo era un psiquiatras. Tal vez la culpa era del estado descuidado de la casa, su físico deteriorado o el desagradable olor de putrefacción que emitía.
—¿Te observan? —pregunté.
Ella solo vio mis ojos y miró alrededor, como si quisiera decirme algo.
—¿Te están escuchando? — pregunté.
—Él siempre me escucha —respondió.
Sentí ganas de correr y salir de ese mórbido lugar, pero, antes de siquiera decidir, la voz de una mujer alegre interrumpió y me traslado a un lugar diferente:
—Sr, es hora de su medicina.
—¿De qué medicina hablas? —pregunté.
—Sr, mire a su alrededor, ¿dónde está? Recuerde... Ahora, tome su medicina. Tal vez pueda salir al patio la próxima semana.
Él recordó dónde se encontraba.