—¿Ves allá, muy lejos, en ese que es el otro lago que queda arriba? — decía la anciana rana, apuntando directamente al cielo, pues siempre se refería a este cómo otro lago, pues quedaba de reflejo del cúmulo de agua que normalmente frecuentaban— Allá es donde se fue tu primito, inmediato de que se muriera. Se fue a cazar luciérnagas de a montones, como siempre le gustó desde que dejó de ser un renacuajo. Ese es uno de sus privilegios al haberse muerto, y también es una pena para nosotros, mijito.
Las dos ranas siguieron dando grandes saltos, yendo de nenúfar en nenúfar, haciendo temblar las plantas que pisaban; lo hacían con gran habilidad, con esa precisión que solo logran los deportistas. No obstante, ejecutaban sus atléticos movimientos como si fueran algo de lo más simple, siendo una acción natural y que no desperdiciaba esfuerzo.
—¿Has notado lo ágiles que somos? —dijo de pronto el hijo rana, para liberarse de ese silencio que cubría todo y lo incomodaba— Hasta parece que todo esté pantano está diseñado para nosotros.
—Eso si, hijo —respondido muy alegre el padre rana, muy complacido por convivir con su hijo—. Nosotros somos muy buenos para eso de saltar. Toda nuestra familia está compuesta de ranas atléticas. Todo es cuestión de genes.
—Mamá también era así de ágil, ¿no? —pregunto muy curioso el hijo rana.
—Oh, si, aunque en nuestra familia los machos heredan más la agilidad y mucho mejor.
—Si, eso es bueno —dijo, para acabar finalmente la conversación.
Las dos ranas, padre e hijo, con una gran y bonita relación, no eran mucho de hablarse, por lo que ese sector del lago permanecía de lo más callado, haciendo que el único que hacían los dos, fuera el masticar de ambos anfibios (pues, aunque el lugar donde estaban se encontraba impregnado de silencio, los insectos no faltaban). Aunque no hablaban mucho, si podían llegar a hacerlo si lo querían. El proceso era simple; uno de los dos invitaba al otro a una charla, y platicaban de una manera muy simple y banal que había de cualquier tema uno comprensible y, concedía, muy soso. “Es que nosotros no somos de esos anfibios que platican mucho” era la explicación que siempre le consedía el padre rana a su hijo. En secreto, al padre rana nunca le gustaban sus comentarios. Pensaba que al momento de hablar, nunca llegaba a decir las cosas muy profundamente.
Mientras ambos estaban en su natural actividad de saltar de un punto a otro, sintieron repentinamente que de pronto los nenúfares estaban más cerca de ellos; hasta parecía que estaban directamente en el suelo. Es más, ya ni se sentía como planta lo que tocaban; era algo más escamoso. Con gran susto, comprobaron que, en lo que estaban sentados, era el hocico de un enorme caimán, de esos que provienen de lo más recóndito de Australia. Mucho sé asustaron y hasta quisieron escapar de ahí, aunque no lo pudieron hacer debido a la mágica y terrible mirada de la bestia, que tenía ojos amarillos y demoníacos. Lo que no sabían, era que, detrás de esa mirada, se escondía una enorme ternura.
—Probablemente, ustedes me teman —dijo de repente el reptil, sonando fuerte pero elegante, con un acento que parecía de Galés—, y eso es normal, pues me vienen temiendo desde que vengo recorriendo Oceanía; he recorrido las costas de Canadá, de Estados Unidos, México y hasta de unos países de centroamérica. Siempre me encuentro con personas u otros animalitos que me temen por lo feo y enorme que soy. Pero sepan que, aunque parezca un ser relacionado a la muerte, yo voy a un velorio, y con una gran pena —por un momento pareció que iban a resbalar unas lágrimas por sus amenazantes ojos.
—Oh, señor Caimán —dijo de pronto el hijo rana, intentando no parecer asustado, y empatizando con la bestia—, sepa que nosotros también vamos a un velorio. Es de un primo nuestro, una rana que murió muy trágicamente.
—Vaya —respondió, volviéndose un poco más alegre—, pues yo supongo que ambos vamos al mismo lugar.
—Entonces tú eres el famoso amigo cocodrilo de mi sobrino — dijo de repente la vieja rana, dándose por fin cuenta, sin distinguir la diferencia entre especies—. Mucho me platicaron de ti, pero no creí que fueras real. Siempre decía que eras de Australia, y que por eso no venías. Hasta ahorita veo que eres de verdad.
—Oh, no piense mal de mí —respondió el animal de ojos amarillos, que parecía temeroso de las suposiciones que podría tener el viejo—. Ya se ha dado cuenta de que no soy un ser completamente malévolo. Vamos. Suban a mi lomo y prosigamos.
Se subieron, aún con algo de miedo por lo que pudiera hacer el reptil. Era realmente cómodo estar encima de la bestia; aún y con la dureza de su piel, hasta parecían estar en una lancha. Con gran velocidad, el cocodrilo prosiguió y, batiendo el agua, siguió el viaje.
Estando montados ahí, se llenaron de adrenalina el padre y el hijo. Podían ver el agua batirse con el movimiento del animal. Nunca antes habían podido montar algo así, y menos suponer cómo sería la experiencia.
En el camino, hasta pudieron ver a otros animales. Cocodrilos que observan al nuevo espécimen, muy sorprendidos de su grandeza, que era mayor a la de ellos; veían a las luciérnagas, que vivían su vida normal, volando, sin preocupaciones; podían incluso ver a algunos humanos, que pasaban por ahí, sin importarles la actividad del pantano.
Finalmente, pudieron llegar a dónde el velorio. El lugar donde se llevaba a cabo lucía igual de triste que todo el pantano. Como otra muestra de la melancolía que había en todo el sitio, la madre del pobre fue quien primero los recibió, dando saltos de alegría, aunque pareciendo más triste.
—Oh, veo que han venido pronto —dijo ella, tratando de mostrar una sonrisa, pese a su tristeza.
—Y trajimos a alguien más —añadió de pronto el hijo rana, como si no fuera obvio el enorme caimán que traían consigo.
—Pero no mal piensen de mí, que no soy un ser malo. Parezco amenazante, pero...
—Si, si, ya sabemos. Él ya nos había platicado de ti, y de que eras bueno y quién sabe que otras cosas.
Dando leves saltos, las tres ranas se dirigieron dentro del lugar. El reptil tuvo que rodear el sitio.
Ahí estaba, metido en una caja de fósforos, en la que cabía perfectamente, como si realmente hubiera sido creada para su estadía eterna. El pobre siempre había sido inquieto, saltando de un lado a otro y siempre haciendo alboroto. Su pobre madre siempre había sufrido por tener que calmarlo, para que finalmente se calmara y no siguiera siendo así. “Un día te matarán por estar así de inquieto” fue la amenazante y predicadora afirmación de su madre. Fue horrible ver que, al final, fue cierto aquello.
Era impensable verlo ahí, tan metido, sin moverse un centímetro. Todos lloraban de ver eso, incluso el caimán, que hacía grandes lagos con sus lágrimas.
—Ya no hay que sufrir de esta manera —dijo la madre rana—. Él de seguro ya hasta se aburrió de estar en el mismo lugar. Él no querría vernos así.
Lejos, partía la cajita, llegándose un montón de sentimientos y recuerdos. Apenas se movía, pareciendo que hasta el aire se había calmado para no molestar al pobre renacuajo que finalmente se iba del pantano. El agua no se agitaba tampoco.
Los ojos acuosos de sus amigos y familiares tuvieron que ver cómo partía, para nunca jamás regresar. Les dejaba una gran pena, pero a la vez les hacía sentir cosas que no podían bien describir. Era como calma.
Si, estaban tranquilos porque no pasaba ya nada malo. Sabían que todo estaba en paz.
Todo estaba por fin tranquilo.