La pequeña Matilda se encontraba preocupada por su Hámster “Camus”. Andaba de un lado a otro de la casa, revisando minuciosamente, palmo a palmo, cada centímetro en el que pudiera estar su querida mascota, sin llegar a encontrar pista alguna de él. Sus padres no estaban en casa por asuntos que ya hasta se la habían olvidado, así que tuvo que resolver sola todo aquel embrollo, sin ayuda de nadie.
Todo un lío se hacía mientras buscaba, sin darse idea alguna de dónde podría estar su querido hámster. Hasta que, en un momento, se quiso rendir.
Estando sentada en el piso de cuadros blancos y azules, con el silencio y una gran soledad rodeando todo su alrededor, la pobre niña quería llorar. Sin embargo, por cuestiones que solo la calamidad podría responder, pronto su vista fue sorprendida por algo que nunca había visto. En un pequeño rincón del cuarto, casi imperceptible a la vista, se encontraba una pequeña puerta dorada.
La niña gateó, con un entusiasmo que no podía contener, y pudo llegar a la pequeña puerta. No supo muy bien que hacer, así que tocó la puerta. No sabía si podría abrirla, pero lo hizo más que nada por cuestión de modales (aún cuando no sabía si siquiera vivía alguien ahí). Repentinamente se abrió, y ante su vista apareció una nueva sorpresa.
Un pequeño ratoncito, de un tamaño tan pequeño que podría haberse confundido con una pelusa, se presentaba ante ella, con un habla muy formal y una apariencia adorable. Pregunto qué quería, a lo que la niña, respondiendo con otra pregunta, quiso saber si sabían donde se encontraba su pequeña mascota. El ratoncito reconoció al instante el nombre, y pareció llegarle un poco de adrenalina.
Desapareció de ahí, por unos segundos. La niña volvió a perder las esperanzas, pero se quedó ahí unos momentos más. Estaba tan sumida en sus pensamientos negativos, que salto de sorpresa al oír el ruido que provenía de detrás de la puerta. Se oía lejano, pero fuerte. Al temer por lo que pudiera pasar, Matilda gateó rápido y quedó lejos de ahí.
De la pequeña puerta salió ahora un gran carnaval. Trompetas, tambores, y demás instrumentos melodiosos bañados en oro se hicieron escuchar, con el objetivo de mostrar correctamente el espectáculo. Más extravagantes que los instrumentos, eran los propios músicos, montados en elefantes africanos del tamaño de perros, que apenas y cabían por el portal, que conectaba su mundo con el habitual de los humanos. Muchos ratoncitos, de colores más pintorescos que el anterior espécimen, bailaban desenfrenadamente, perdidos en el placer que producía el espectáculo en todos sus sentidos.
Sin embargo, y pese a todo el lujo que se mostraba ante la chiquilla, el objeto de más interés para ella era el pequeño rey que iba hasta el final. Montado en una tortuga caguama, que, dicho sea de paso, rompió la puerta, el rey se mostraba ante ella, siendo nada más y nada menos que Camus.
—¡Atención! —grito fuertemente un mozo que iba al lado de Camus— ¡Venimos aquí para hacer oficial la ocupación del trono por el lejano pariente “Camus” (un nombre muy raro y extranjero, hay que mencionar)! ¡Aunque ahorita es festejo el que se celebra, también venimos a decir que, de ahora en adelante, estas tierras serán nuestras! ¡Por derecho histórico las reclamamos, ahorita con formas pacíficas, pero no dudaremos usar la fuerza si se nos provoca!
Después de todo eso, el pequeño Hámster, con su nuevo reino, se movía de un lado a otro de la casa. Ella solo pudo ver cómo el carnaval siguió floreciendo, mientras ella estaba ahí, sola.
—Creo que mamá no me dará otro hámster —dijo para sí misma, viendo a Camus irse lejos—. Probablemente se enojara.