Laila y yo éramos como dos piezas de un rompecabezas, encajábamos perfectamente. Desde el momento en que nos conocimos en aquella cafetería acogedora en el centro de la ciudad, supe que ella era especial. Su risa era contagiosa, y su mirada profunda me atrapaba cada vez que me perdía en sus ojos café.
Nuestra relación floreció rápidamente, y pronto nos encontramos compartiendo todos nuestros secretos y sueños más profundos. Planeábamos un futuro juntos, lleno de aventuras y amor eterno. Pero el destino tenía otros planes para nosotros.
Una tarde soleada de primavera, mientras caminábamos por el parque, un accidente trágico cambió todo. Un conductor distraído perdió el control de su automóvil y se estrelló contra nosotros. En un instante, mi mundo se desmoronó. Vi a Laila tendida en el suelo, su rostro pálido y su respiración entrecortada.
Corrí hacia ella, sintiendo un nudo en el estómago. La tomé en mis brazos, rogando al cielo que todo fuera solo una pesadilla. Pero cuando vi la mirada vacía en sus ojos, supe que era real. Laila se había ido para siempre.
El dolor que sentí en ese momento fue abrumador. Cada recuerdo feliz que compartimos se convirtió en una daga en mi corazón. Me quedé junto a su lado, sin querer dejarla ir, incluso cuando los paramédicos intentaban apartarme.
Desde entonces, la nostalgia se ha apoderado de mí. Cada lugar que visitamos juntos, cada canción que escuchamos, me recuerda a ella. A veces, cierro los ojos y puedo sentir su presencia a mi lado, susurrándome palabras de consuelo.