La Torre Espiral veíase recortada contra el horizonte teñido de naranja suave y cobrizo del pos mundo. Su cima se hallaba perdida en la vastedad y fastuosidad del firmamento de este mundo viejo y abandonado, presa durante eones de civilizaciones ruinosas, salvajismos tribales y sombras esotéricas de milenarios nigromantes perdidos y perversos. Se desconocía su función real o el motivo de su creación, y nunca sería descubierto, ya que sus creadores llevaban largo tiempo desaparecidos en las brumas de las eras de Mundo Anterior y nadie vivía hoy para recordar aquella época. Era la Torre una gigantesca espina, abrazada por una escalera de caracol o eso se denotaba en la lejanía contra el cielo, teñido este de matices naranjas y cobrizos. Su ubicación real era desconocida, solo se veía como un marco de fondo a donde quiera que fueses en este mundo inhóspito: desde las áridas llanuras y las espesas y tramposas selvas, hasta los mares de aguas negras y los lejanos continentes de todos los puntos cardinales, de fondo siempre estaba la Torre.
Nos encontramos en el Noveno Eón. En esta era la humanidad ha dejado de florecer y lleva estancada ya cientos de miles de años y sus restos se enfrentan a nuevos peligros: desde bestias que habitaban la noche, hasta criaturas salidas de las más horrendas pesadillas. Fue en esta era que Bashar se hizo conocido. Ya en ese tiempo se lo llamaba el Gigante del Desierto. Un sabio de edad inconmensurable y amplios conocimientos, aguerrido en batalla y diestro en antiguas magias, con los pies gastados de recorrer los caminos de este mundo moribundo. De origen desconocido, vagaba por este mundo pos humano con fines ignotos. Este es un relato de una de sus experiencias. Vagaba Bashar por la Región de Myr por aquel entonces, cuando la Ceremonia de los 7 Días ya había acontecido y no eran épocas de lluvias ácidas. Fue en el primer día del Décimo Mes de un tiempo donde los años ya no podían calcularse correctamente. La Región de Myr que le toco atravesar eran un conjunto de pequeños señoríos divididos por el frondoso Bosque Tóxico. Al vagabundo se le presentaba ante sí una amplia mata de árboles frondosos que tendían a intercalarse con zonas totalmente despejadas de hermosos pastizales y claros iluminados por las tenues luces del fin del mundo.
Bashar y la Colina de los Gules
Bashar superaba con creces el metro noventa y era considerado un gigante en su tierra natal.
No era delgado, sino que poseía un cuerpo macizo que pasaba de los 100 kg de puro músculo. Tenía las pestañas del rostro delgadas y acentuadas que resaltaban sobre un piel brillante y oliva. Vestía Bashar unos pesados ropajes blancos con capucha y cubre boca, que ocultaban sus cabellos enrulados y negros como el carbón, con reflejos escarlatas repartidos de forma azarosa en su profusa cabellera. En la ancha cintura se ceñía una faja de piel en la cual se acentuaba una espada curva envainada y sostenida por cadenillas de oro la cual, al ser desenvainada, revelaba ancestrales grabados en la parte plana de la larga hoja. Fragmentos del Libro de la Hermandad, el vasto tomo de la orden a la que Bashar pertenecía y de la cual era su último exponente.
Sobre la humanidad esta Dios, sobre la tierra, la Humanidad y bajo mi filo, las bestias.
Rezaba la inscripción. Colgaba también una cantimplora y una bolsa de viaje. Atravesando su pecho imponente una correa con seis espacios de metal y en cada uno descansaba un pergamino encantado, comprados estos en el mejor puesto de la Feria Bizarra de Turova. Sus manos vestían unos guantes desprovistos de dedos, para que el sudor no permitiese que la empuñadura le resbalase de entre las manos en el candor de la batalla. Bashar, el Gigante del Desierto, tenía fama de aniquilador de bestias y hombres, un enemigo formidable e invencible. Llevaba entonces unos días vagando por los sinuosos senderos del bosque de Myr sin tener encuentros inesperados, esquivando los enormes insectos mutados que habitaban el lugar. Bajo el triste sol, el hombre avanzaba a paso acelerado con destino incierto, pero hacía años que recorría el mundo a paso redoblado, como si persiguiese a alguien a quien no quisiese perderle la pista. Aquel primer día del mes diez, antes de que cayera la noche, húbose detenido para nutrir su cuerpo y repostar fuerzas. Sentado en la ancha raíz de un árbol, dejo a la vista unos labios carnosos, al tiempo que sus ojos almendrados viraban con rapidez en todas direcciones, nunca dejando de prestar atención a su ambiente. Fue al cabo de un rato cuando oyó unos ruidos. Comenzaron como pitidos y silbidos guturales, y eventualmente se transformaron en monstruosos rugidos. Colocándose nuevamente el cubre boca, se levantó y camino sigilosamente entre la espesura hasta salir a un descampado. Vió entonces en la lejanía una colina baja recortada contra el paisaje. El triste sol había dado paso a las dos lunas que ahora cohabitaban el cielo del Noveno Eón. Empezó a acercarse al monte. Mientras más lo hacía, más fuertes se hacían los grotescos rugidos, mezclados por ira, alborozo y un leve toque de desesperación. Fue entonces que comenzó a distinguir unas figuras en lo alto de la colina, danzando dantescamente en una especie de morboso y satánico baile ritual. Cuando la noche terminó de caer, las siluetas de los seres continuaban su baile ritual, cada vez más brutal y demoníaco. Notó entonces las abominaciones danzantes del monte. Eran gules. Gracias a la profunda sabiduría de la hermandad, Bashar sabía que los gules alguna vez habían sido humanos. Los gules eran la monstruosa transformación sufrida por cadáveres abandonados al aire libre cerca de lugares donde había proliferado la brujería durante el Mundo Anterior, estos cuerpos eran poseídos por demonios y reanimados con oscuros deseos de necrofagia y canibalismo. Además de asaltar panteones, tendían a traer a ingenuos y despistados para alimentarse de ellos y mantener en pie su fútil y maldita existencia. Bashar los vio y sabía que no podía dejarlos pasar. Iba en contra del Juramento de la Hermandad y como último miembro de la ancestral cofradía, debía hacerse cargo de bestias que amenazaran la paz de los últimos días del mundo. Así como hay y para siempre, mientras respirar y caminara, y viera y decidiera con mente clara y sin turbar. Fue de ese modo que Bashar escaló la colina en silencio. Tres eran los monstruos, despellejados y con los ojos inyectados en sangre. La visión de los gules resultaba infernal: completamente lampiños, con venas saltantes en cada parte del cuerpo y desprovistos de ropa y pudor. Costras de sangre seca hacían juego con cuerpos famélicos e insaciables, que nunca comerían lo suficiente, puesto que existían de modo antinatural. Las bestias estaban preparándose para la caza, sin saber que ellos eran la presa. Fue en un segundo cuando todo el caos se desató. Apareció a las espaldas del primero como la sombra de la muerte. Hubo un brillo momentáneo y un zumbido corto el aire que se había tornado denso por el miasma. A la luz de las dos lunas la cabeza de un gul cayó seca y sordamente al frente. La sangre no saltó. Solo los vivos sangran. Luego el cuerpo se desplomó sin emitir sonido. Los otros dos gules entraron en un espasmo catatónico durante milésimas de segundo antes de detectar correctamente a Bashar e intentar abalanzarse sobre él. El vagabundo alzó su espada curva sobre la cabeza partiendo una de las lunas en dos partes con la hoja en alto y la hizo descender con la potencia de una guillotina sobre el que se encontraba más adelantado, reventándole los huesos del cráneo al tiempo que cortaba a la mitad su cabeza. Sacó la hoja que había quedado atrapada en la carne putrefacta y notó como el otro intentaba escapar. Se había detenido en plena carrera y más por instinto de supervivencia que por terror, trataba de huir. Una vez que hubo guardado la espada y con la bestia al escape, Bashar sacó uno de los pergaminos que estaba en la correa que le atravesaba el pecho. Rompió el sello de cera turoviano y antes de que estuviera muy lejos, comenzó a recitar. De sus ojos brotaba un flujo azul lánguido mientras pronunciaba palabras en la perdida lengua de los dioses del Mundo Anterior. La tierra se agrietó frente al gul, acompañada de un ligero temblor. Una ponzoñosa y vaporosa mano, hecho de músculos y venas de un verde acuoso tomó la garganta del gul, quebrándole el cuello y lo arrastró a las profundidades de la nada, más allá de los huesos de la tierra. Y entonces, la grieta volvió lentamente a cerrarse, como si cicatrizara. Hecho esto, el pergamino se volvió ceniza, deshaciéndose completamente y escurriéndose como arena entre los dedos. Bashar suspiró, pero un estremecimiento recorrió su espalda. Dirigió su vista al otro lado de la colina. Siluetas excitadas y desaforadas se movían entre las sombras del bosque como simios rabiosos. Cuando hizo foco, apretó su gigantesca mano en torno a la empuñadura de su espalda. Cientos de gules.
Nadie sabe a ciencia cierta que sucedió aquella noche ni la escalada de violencia en el conflicto entre esas criaturas malignas y el último hijo de la Hermandad. Bendecido por Dios o quizás maldito por los viejos dioses, obtuvo la victoria. Cuando el alba despuntaba sobre aquella tierra mancillada y más vieja que cualquier criatura que viviese en ella, el que estuviese en aquel lugar habría visto a un gigante alzándose sobre una montaña de deformados y bestiales cadáveres sin una gota de cansancio u arrepentimiento. Te hubieses preguntado quizás a ti mismo ¿Quién era el verdadero monstruo?