En el interior del bosque se escuchaban hachazos, uno tras otro, golpeando contra un árbol. Cuando se escuchaba el último, este caía al suelo resonando en el entorno, sin alterar a nadie. Don Andrés era quien solía cortar estos árboles para obtener leña. Fue ese el último árbol que cortó en el día, lo partió en pedacitos y se amarró un mecate a su espalda para sostener la leña.
Así caminó rumbo al pueblo, que estaba más colorido que nunca, con banderines de colores, buñuelos y un montón de altares por el día de muertos. Caminó por las calles descalzo sobre el asfalto caliente, con su camisa blanca impregnada de espinas de los maderos y un sombrero de paja.
Llegó primero donde Gabriela, la vendedora de tortillas, quien solía comprarle la leña. Con una sonrisa serena, dijo: "Buenos días, María."
—Ya le dije que me llamo Andrés.
—Tú sabes que siempre se me olvida. ¿Vas a querer leña para las tortillas?
—Sí, Don Andrés, deme cinco.
Don Andrés se bajó la leña y la posicionó sobre la acera, y lentamente sacó los tres pedazos.
Con el dinero que le habían pagado, llegó donde el panadero.
—¿Va a querer leña, Don Paco? —le preguntó Don Andrés.
—Fíjese que ahora no la necesito.
—Si no la quiere comprar, puedo hacerle un trueque. Tome las rajas y a cambio, deme un trozo de pan.
El panadero aceptó el trueque y cambió una bolsa de pan por tres trozos de leña.
Continuó caminando por el pueblo y llegó donde el carnicero, quien ahuyentaba unos perros de su negocio.
—¡Fuera de aquí! —les gritaba. —¡Ay, hola don Andrés! ¿Cómo está? —preguntó el carnicero al verlo.
—Bien. —le contestó. —Aquí, viendo si va a querer leña para sus asados de la noche.
—Por supuesto, Don Andrés, deme lo que le queda y vayase a descansar a su casa ya.
—Me iré a descansar hasta que me muera, mientras tanto seguiré aquí trabajando, además después de aquí tengo una última parada.
Don Andrés, con el pan que le habían regalado, regresó al bosque y caminó por la orilla del río, donde las flores crecían más rápido gracias al agua que las alimentaba y a los rayos de sol que las iluminaban. Cogió las flores naranjas que crecían, pero entre todas destacó una flor amarilla. La cogió en sus manos, la olió y, llorando, la lanzó al río, diciendo: "Ven pronto, en mi casa te estoy esperando."
Cayó la noche y Don Andrés regresó a su casa. En las calles se escuchaba la algarabía de la música de mariachi. Don Andrés, en su humilde casa, colocó el pan sobre la mesa, junto con un trozo de pollo. Dirigió un extremo de la mesa hacia sí mismo y al otro colocó otro pedazo de tortilla. Se dirigió a su cuarto, sacó el cuadro de su esposa fallecida y le dijo: "Te servi pan, porque sé que la tortilla no te gusta, ven pronto que te estoy esperando." Y encendió una candela en su lugar.
Don Andrés comió y después de unas horas, se quedó dormido sobre la mesa. A eso de la medianoche, un frío viento entró a la casa, tan fuerte que abrió puertas y ventanas. Del susto, Don Andrés se levantó asustado, fue a cerrar la puerta y cuando regresó, vio a su mujer, Gabriela, sentada frente a su plato.
—Ya vine, Andrés. —Le dijo. —¿Por qué cierras las puertas, si vos me invitaste? —Don Andrés no sabía qué responder, se quedó unos segundos mirando y parpadeando en repetidas ocasiones porque no sabía si se trataba de una alucinación, un sueño o la realidad. —Siéntate a comer. —le dijo Gabriela.
—¿A qué viniste? —Le preguntó.
—¿Tú me invitaste, no recuerdas?
—No creí que llegarías a venir.
—Pues aquí estoy, y come rápido que vamos tarde.
—¿A dónde?
—Ya verás.
Gabriela dirigió a Don Andrés hacia el río. Andrés vio que ella se dirigía al río. Gabriela, con los pies descalzos, tocó el agua y ésta comenzó a brillar de amarillo, proveniente de unas flores del mismo color que emergieron a la superficie, combinado con las luciérnagas alrededor.
—Ven. —Le dijo Gabriela.
—No, me voy a ahogar.
Gabriela le cogió la mano y despacio se lo llevó al centro del río, donde ambos flotaban por encima del agua, bailando juntos en un espectáculo de luces que se vio opacado por el amanecer.
—Ya te tienes que ir, ya está amaneciendo. —Le dijo Don Andrés a Gabriela, a lo que ésta le contestó:
—O tú te debes quedar, dándole un beso mientras ambos desaparecían cada vez que el sol más salía.
Los del pueblo, preocupados por no ver a don Andrés, fueron a su casa, vieron la puerta abierta y entraron. Y sobre la mesa, como si estuviera don Andrés dormido, este había fallecido. Y en la mesa apareció otra vela encendida y en medio una flor amarilla.
—Se fue. —Comentó el carnicero.
A lo que el panadero respondió: —No, ella se lo llevó.