En medio de la más execrable de las cofradías, mis manos temblaban por causa del más bruto de los desgastes físicos, mis parpados trataban de cerrarse solos todo el rato, y mis pies ardientes y llenos de ampollas proferían gritos agudos a modo de descargas de dolor que se diseminan por el cuerpo lenta y nada apaciblemente. Los exégetas que arguyen con complicados argumentos haber encontrado la más etérea de las revelaciones propicias a un destino humano más grato que la inexpugnable penumbra de la muerte, hablan en idiomas no antes oídos por alguien ajeno a estas tierras amazónicas, por ahí por donde la frontera de los países no es clara o que de plano no existe. Mi cabeza atrofiada de opiáceos no lograba sino entender una cosa en todo este caos de ruido y frío selvático: no debo moverme.
¡Qué fatídico día aquel seis de mayo perdido en algún punto de la década de los noventa! Recuerdo que la vaca había dado algo de leche mala que servía a crasas penas como base para el queso y el suero, así como la tierra no colaboraba en lo absoluto con nuestros exiguos cultivos de mata de coca, el mercadito hecho por papá se había esfumado apenas entrada la semana anterior, y solo subsistíamos a punta de yuca casi no apta para su consumo.
Entonces, con unas hojas de mata de coca metidas en la boca, un hombre de rifle y uniforme desgastado, todo maloliente y lleno de mugre, se me acercó para preguntar por "la cuenta". Al ver que yo le daba vueltas al asunto, haciendo juegos de palabras que me salían mal debido a mi falta inherente de fluidez y habilidad en el habla, me agarró del cogote y me llevó así hasta el rancho, donde la casa despedía vahos de humo por todos lados. Al principio no pude entender lo que ocurría, hasta que recordé la promesa que mi padre había hecho a los hombres de las disidencias, que básicamente les cedía todos sus bienes si para el mes entrante no conseguíamos cultivar con éxito la hectárea de coca que nos habían exigido.
Ese día, la casa fue pasada por fuego, a mi hermana la deshonraron hasta el cansancio, y a mí me querían hacer lo mismo, pero uno de los hombres se apiadó y con voz de mando dijo que "nada de pasarse con las niñas". ¿Pero eso que importaba si mataban a mis padres delante de mí? Un completo sin sentido. Años más tarde comprendí que lo único que había hecho mal mi padre para merecer la muerte aquel día, fue intentar que las guerrillas no me llevasen con ellos.
La verdad, el resto de la historia es poco clara, por la merma que hay en mis recuerdos a partir de ese punto. Si bien no hubo casi contacto lujurioso por parte de hombres en mi contra, no fue así con la tortura física, que, de lo poco guardado en mi cabeza de ese lapso de tiempo, recuerdo el diario tormento sufrido por mi y otros tantos de mi edad.
En medio de la nada nos obligaban a escondernos, y al que encontraran le recortaban o de lleno le quitaban las comidas del día. Nos obligaban a pararnos sobre clavos, vidrios, carbones encendidos, para desarrollarnos cayos en los pies que harían nuestras pisadas más seguras durante las incursiones y caminatas en el alto follaje. Los baños en barro eran bastante continuos, nos enseñaban a confundirnos en el enmarañado entorno, y en los últimos momentos que estuve en aquel agreste campamento, no recuerdo para qué, uno de los que nos daba las ordenes gritó: “Todos, a desvestirse, solo se quedarán con los calzoncillos. Eso la incluye a usted, ¿oyó, machorra?”. Esto fue así porque yo era la única chica del grupo. Eso no me hacía sentir nada en especial, yo solo vivía por hacerlo, sin placer ni pena. Luego nos embadurnaron con aceite viejo y algo de brea, nos colocamos un cuchillo entre los dientes y nuestra primera caza había empezado.
Estaba concentrada en lo mío, teniendo claro lo que debía hacer aunque no entendiendo el porqué ni importándome, cuando en eso alguien falló, delató que nosotros los “pisasuaves” nos encontrábamos al acecho, y en un momento, teníamos una cantidad escandalosa de militares del ejército nacional colombiano encima, disparándonos, y yo como pude me escapé del lugar, escuchando las detonaciones, y los silbidos de los proyectiles pasarme cerca.
Le pido que a partir de este punto sea objetiva, entienda que no invento nada, eso no me traería nada bueno, y de igual manera estoy bastante segura de que los siguientes sucesos no son invenciones de mi cabeza, que por turbada que estuviese en aquel entonces, mi lucidez no podía ser puesta en duda.
Después de escapar con vida de aquel malogrado primer trabajo, me sumergí en la selva y perdí el rastro de vuelta, no sabía cómo volver, y sinceramente tampoco me esmeré por encontrar el camino de vuelta. Mientras andaba sin rumbo alguno entre la maleza y los árboles, me encontré de repente cara a cara con una grandeva mujer, toda arrugada y encorvada, vestida de negra falda maltrecha y llena de mugre, e igualmente negro camisón holgado casi hecho jirones. Tenía la cara cuadrada, unos ojos negros espantosos y una sonrisa desdentada que me provocó una grima horrible. Yo era atlética, tenía un cuchillo en mano, y esta mujer solo era una nonagenaria fea del bosque, y aún así, me sentí en el más abrumador de los peligros. Rápidamente abandoné la idea de defenderme casi como si fuese un reflejo de supervivencia, y me arrodillé ante la mujer con las manos en la cabeza. De la nada fui tomada por dos hombres que puedo jurar salieron de la nada, me atraparon por los brazos y, de la nada, me sobrevino un dolor ardiente, penetrante y continuo, tan agudo que me hizo gritar de tal forma que pude sentir el sabor metálico de la sangre en mi boca causado por el desgarramiento de mis cuerdas vocales; mi espalda es la principal atormentada; no podía ver lo que me ocurría, más sin duda alguna era obra de algo incandescente; podía ver el aire caliente emerger de mi espalda, oler el humo de la carne, mi propia carne, siendo rostizada.
No recuerdo perder el conocimiento, pero debí haberlo hecho, porque la siguiente imagen que se manifiesta es muy diferente: me encontraba parada en la selva más enmarañada y profusa que había medio de un montón de niños, más pequeños que yo, de mi edad y más grandes, todos sudorosos, apostados en filas alrededor de una plataforma rustica. Nadie se movía, nadie emitía sonido alguno. Vi las espaldas desnudas de los que estaban delante de mí, notando patrones extraños grabados a fuego, e inferí que lo mismo debía estar en mi espalda.
Estaba tratando de dilucidar qué ocurría a mi alrededor cuando un hombre apareció en el púlpito y comenzó a leer de un pergamino palabras sin dicción, a ladrar en un idioma imposible, para luego exclamar que todo era por el bien de la raza humana y mil cosas de esas índole. Se notaba el fanatismo de aquel hombre. Estaba anonadada, y más asustada que impresionada, preocupada de que esto fuese lo que pensaba que era, y lo que efectivamente terminó siendo. En eso, mientras ensimismada introspección descoloraba mi rostro congestionado en miedo, alguien profirió un atroz grito. Se trataba de un peque que, presa del miedo trató de escabullirse y escapar, más antes de que siquiera lograr llegar a las árboles, algo invisible le alzó en el aire, una luz iluminó su rostro, y en pocos segundos cayó al suelo, inerte.
Entonces comprendí que, si quería vivir, mi única opción era no moverme. Suena fácil hasta que ves el sol salir y esconderse, a la luna salir y esconderse, al sol salir y esconderse, a la luna salir y esconderse… Lo único que probé fue una planta alucinógena que me daba en la boca cada cierto tiempo una mano que salía de detrás de mí; nunca supe quien era ni si era a la única que le daban el opiáceo. Tenía hambre, tenía sueño, tenía sed, tenía frío, tenía miedo; no me moví para nada en días, sin embargo otros no aguantaban tan tortura y preferían intentar escapar, sabiendo que no había chance alguna, puesto ningún intento había resultado. En todas las veces que vi a los demás morir, nunca comprendí porque gritaban, y sinceramente no me importaba, solo quería que aquel infierno acabase pronto.
Hasta que empecé a resignarme, el cansancio me pesaba como peñones en los hombros y la espalda. Recuerdo que pensé “más vale un momento de descanso que continuar esta condena”. El miedo estaba a flor de piel, pero más calado en los huesos la necesidad de terminar con esa herética pesadilla.
El hombre en nunca dejó de leer el maldito pergamino, tanto así que comencé a comprender en algún momento cuando empezaba a repetir las ininteligibles palabras, y absorta en su voz, porque en el pabellón no había nada más que aquella pastosa voz, simplemente me dejé caer en mis rodillas.
Lloré, como hacía tantos años no lo hacía, hiperventilando, y no sé porque, voceé “¡Mami!”. Entendía que se había acabado para mi, quería al menos tener a mi madre presente. Se preguntará usted por qué, y es una pregunta válida, la cual no puedo responder. Sencillamente no puedo saberlo, no tengo recuerdo alguno de mi madre, ni de mi padre, y tampoco de mi hermana. Sé lo que les pasó, estuve delante de ellos cuando fueron ejecutados, empero, sus rostros me son ignotos.
Vi entonces una luz blanca, miré hacia arriba, y lo que vi fue algo que rezo todas las noches haya sido solo una ilusión: era un ser horrendo, monstruoso, de horripilante cabello negro y canoso, aberrantes arrugas por roda su cara, ojos de animal audaces que escrutan el alma con morbo, asquerosas extremidades de octópodo; medía tal vez cuatro metros de altura, pero estaba tan encorvado que su rostro quedaba muy cerca de sus rodillas de cabra; la piel de su papada estaba tan estirada por el tiempo que se arrastraba por el suelo y él mismo podía pisársela. Por alguna razón, era indeleble una idea al verlo, y es que tal ser tuvo otrora una belleza sin igual, lo que chocaba y hacía repulsión con su actual aspecto. Pero lo peor de todo era aquella sonrisa, de matiz arcaico, que sabía se debía a que él encontraba hilarante la idea de lo fácil que resulta hacer daño a los estúpidos humanos.
Volví a mi cuerpo. Me encontraba envuelta en cieno, tiritando en calor febril, con la boca reseca, resquebrajada por la sed, y el cansancio no me permitía levantarme del suelo. La vieja de la que hablé, aquella que tuve la mala suerte de toparme en medio de la selva, apareció en mi rango visual, muy cerca de mi rostro, y musitó en mi oído “cuenta lo que has visto” con una voz tan rasposa coma la lengua de un gato. Fue entonces que los militares me hallaron en aquella finca.
Por favor, esto es todo lo que puedo decirles y que sé que es verdad. Me han tenido encerrada durante tanto tiempo alegando una enfermedad mental que obviamente no padezco, que no sé ya cuantos años tengo. ¡Dejadme salir, os lo suplico! He repetido tantas veces esta historia que de seguro ya se la han memorizado.