Recuerdo claramente el día en que la vi por primera vez. Era una chica de mirada gélida y semblante sereno, como si estuviera envuelta en una capa de hielo. Desde ese momento supe que algo especial había despertado en mí. Me llamó la atención su belleza misteriosa y su aura enigmática. Quería conocerla más a fondo, descubrir los secretos que se ocultaban tras esos ojos cristalinos.
Con el tiempo, nuestras vidas se entrelazaron en un ballet de casualidades. Cada vez que nuestros caminos se cruzaban, sentía cómo la atracción entre nosotros se hacía más fuerte. Pero había algo en ella, algo que parecía mantenerla alejada de los demás. Un muro invisible la rodeaba, haciéndola inaccesible para cualquier intento de acercamiento.
A pesar de su aparente frialdad, yo me sentía atraído hacia ella como un imán. Tal vez era porque yo también era diferente. Inmortal. Había caminado por esta tierra durante siglos, viendo pasar los días y las noches sin envejecer. Sin embargo, mi inmortalidad no me había preparado para el torbellino de emociones que ella despertaba en mí.
Cada encuentro con ella se convertía en un desafío, en una búsqueda constante de una señal de afecto en su rostro impasible. Me aferraba a cada palabra que intercambiábamos, tratando de descubrir algún rastro de calidez en su voz. Pero, a pesar de mis esfuerzos, ella seguía siendo un enigma indescifrable.
Un día, sin previo aviso, desapareció por completo de mi vida. Busqué en cada rincón de la ciudad, pregunté a amigos y conocidos, pero nadie sabía nada sobre ella. La desesperación se apoderó de mí, mientras una tristeza profunda llenaba mi corazón inmortal. ¿Cómo podía haber perdido a la única persona capaz de hacerme sentir vivo?
Los años pasaron, los siglos se sucedieron, pero mi amor por ella nunca se desvaneció. Intenté olvidarla, encontrar consuelo en los brazos de otras mujeres, pero siempre volvía a ella en mis sueños eternos. Mi corazón seguía latiendo solo por la esperanza de volver a verla algún día.
Y entonces, en una noche de invierno, cuando la nieve cubría el mundo con su manto blanco, sucedió el milagro. Me encontraba solo en un parque, absorto en mis pensamientos, cuando de repente sentí una presencia familiar. Levanté la mirada y allí estaba ella, frente a mí, tan hermosa como en mis recuerdos más vívidos.
El tiempo se detuvo mientras nuestros ojos se encontraban. No hacían falta palabras, solo el lenguaje de la mirada. En aquel momento supe que, aunque el hielo envolviera su corazón, el amor podía derretirlo. Nos abrazamos, y sentí su frío convertirse en calor, su rigidez en ternura.
A partir de ese día, nuestra historia de amor se tejió entre momentos fugaces y eternos. Aprendimos a disfrutar cada instante juntos, conscientes de la fragilidad de nuestra conexión. Nuestro amor se volvió intenso y apasionado, como si el tiempo se hubiera puesto al día con todos los siglos de espera.
Pero, a pesar de nuestros esfuerzos, no pudimos escapar del destino que nos perseguía. A medida que pasaban los años, yo seguía siendo inmortal, mientras que ella continuaba congelada en el tiempo. Cada vez que nuestras manos se tocaban, sentía cómo mi calor vital la envolvía, pero su esencia seguía siendo tan fría como el hielo.
Era una paradoja dolorosa, un amor imposible. Por más que intentamos encontrar una solución, ninguna fórmula mágica podía romper el hechizo que nos separaba. El tiempo se convirtió en nuestro enemigo más cruel, erosionando las esperanzas de una vida compartida.
Y así, poco a poco, nuestras vidas tomaron caminos distintos una vez más. La vi alejarse, con pasos lentos y pesados, desvaneciéndose en la distancia como un sueño efímero. Mi corazón quedó marcado por el recuerdo de su frío abrazo y su mirada penetrante.
Aunque el tiempo ha seguido su curso, el amor que sentí por ella nunca ha dejado de arder en mi interior. A veces me pregunto si volveremos a encontrarnos en algún lugar más allá de esta existencia terrenal. Quizás en otro tiempo, en otra vida, nuestros destinos se entrelacen nuevamente y podamos compartir una eternidad juntos.
Mientras tanto, sigo vagando por el mundo, buscando en cada mirada helada un destello de aquel amor que se quedó atrapado en mis recuerdos inmortales. El tiempo me ha enseñado que el amor no siempre sigue las leyes de lo que es posible, pero eso no me impide seguir soñando, seguir anhelando el día en que vuelva a encontrarme con mi eterna amante de hielo.