Miró confundido la mancha verde que había aparecido en su brazo. Corrió hasta el baño, cogió un cepillo y frotó con fuerza. Nada. Lo mojó y llenó de jabón, frotando nuevamente, pero ahí seguía, intacta.
“Nate”... Oyó un susurró frío y hueco que provenía del pasillo. Miró hacia allí sin ver nada, pensando que había sido alguno de sus padres. Aguzó el oído y escuchó sus voces en la planta baja. Seguían encerados en el despacho, discutiendo.
Dio un par de pasos, asomándose al oscuro pasillo que conectaba el baño con su habitación.
“Naaate”...De nuevo escuchó el susurro, la voz arrastrando las letras de su nombre.
Un escalofrío le recorrió la espalda y echó a correr hacia su habitación. Cerró la puerta tras él y se bajó la manga de la camiseta para tapar la fea mancha.
Había aparecido justo después de la fiesta de Tim. Justo después de lanzarlo a la piscina, de estropear por completo su fiesta. Justo después de sentirse eufórico, satisfecho y feliz, por haber arruinado su cumpleaños.
No debería haberlo hecho, lo sabía, y menos cuando la Navidad estaba tan cerca. Pero estaba harto, cansado de tener que comportarse bien.
La fiesta de Tim era un asco. Todas lo eran. Cada vez que había algún evento, se invitaba a media ciudad únicamente para alardear de lo buena gente que eran todos. Twillingate se había convertido en una ciudad “perfecta”, todos se comportaban como debían comportarse, eran buenos y correctos. Todos ocultaban como eran realmente, especialmente los niños.
Las historias sobre la maldición circulaban por Twillingate desde hacía más de 100 años. Desde entonces, la gente había aprendido a guardar sus más oscuros secretos para la intimidad. El miedo era como una niebla que abrazaba a todos y cada uno de los habitantes de la ciudad.
La Navidad era la época en la que la maldición supuestamente se desataba, pero la ciudad llevaba más de 40 años sin ningún percance. 40 años de tranquilidad y desde la última masacre que había desencadenado una pequeña niña de tan solo 6 años.
***
La traviesa Sophia jugaba en el salón en la víspera de Navidad. Sus padres permanecían en la cocina, horneando unas galletas que repartirían al día siguiente en las casas cercanas. Sophia entró en la cocina y el aroma la envolvió, así que, sin pensarlo, cogió una de las galletas y se la comió. Su madre la estuvo regañando por eso durante media hora, pero ella no entendía que el hecho de comerse una galleta sin permiso ocasionara tanto enfado. No era tan grave. Había como 90 galletas más, ¿qué más daba una menos? Y así era todo. Sophia se sentía siempre presionada, siempre vigilada. No sabía si lo que iba a hacer a continuación iba a enfadar a alguien o no.
No entendía qué es lo que le pasaba a la gente, por qué se comportaban a veces tan raro. Parecían actores y actrices en una película, y cuando nadie los observaba se comportaban de otra manera diferente. Pero ella ya no iba a ser así, y le daba igual que sus padres le contaran historias sobre el monstruo verde, iba a demostrar a todos que no existía.
Cuando su madre terminó de regañarla, ella se fue directamente al salón. Se rascó el tobillo con fuerza mientras pensaba que podía hacer. El picor no cesaba así que se miró la pierna. Asombrada, descubrió una mancha verde que asomaba por encima de sus calcetines, pero no le prestó más atención. Sophia caminó hacia el árbol de Navidad, decorado por completo con bolas de cristal de diferentes tamaños y colores, y lo sujetó de la punta. Lo arrastró hasta la chimenea y allí esperó a que prendiera.
Su padre apareció por la puerta corriendo en cuanto olió el humo, solo para descubrir a su hija aplaudiendo entusiasmada en medio de un círculo de fuego. El gigantesco árbol lanzaba llamas a todas partes, extendiéndose de manera descontrolada.
Entró dando tumbos para sacar a su hija, pero los planes de Sophia eran otros. Quería dar una lección a todos, y eso incluía a sus supuestos padres. <> Con este pensamiento en la cabeza, se soltó de los brazos de su padre, que la miró confundido desde la puerta del salón.
–No quiero ser buena. ¡Estoy harta de vosotros, estoy harta de todos! –Con una fuerza que no parecía ser suya, empujó a su padre al centro del salón. El hombre aterrizó en el suelo junto al árbol, justo en el medio de las llamas que danzaban sin descanso, cada segundo más grandes y aterradoras.
Sophia se giró al armario que contenía los productos de limpieza, cogiendo la escoba sin pensar. Volvió la vista a su padre, doblado en el suelo y tosiendo sin parar. Una sonrisa de diversión se extendió por el rostro de la niña mientras cerraba la puerta y la atrancaba con el palo de la escoba.
Se alejó un par de pasos y todavía con esa siniestra sonrisa que tiraba de las comisuras de sus labios, se quedó mirando, hipnotizada, la puerta del salón. Los gritos histéricos de su padre llegaban amortiguados hasta sus oídos. Las luces de las llamas bailaban por debajo de la puerta, y Sophia solo podía sonreír, y dejar que una extraña sensación de felicidad se extendiera por su frágil y pequeño cuerpo.
Reparó de repente en la figura de su madre, intentando abrir la puerta. No. No iba a permitirlo. La agarró del brazo y la apartó a un lado.
–¡¿Sophia?! –
Su madre la miró como si no la reconociera. Eso la asustó y la hizo correr hasta el espejo de la entrada.
Se miró en él, pero el reflejo le devolvió una imagen extraña. Su rostro estaba lleno de manchas verdes, similares a la que se había visto en el tobillo. Tenía ronchas por todo el cuerpo. Estiró los brazos solo para descubrir cómo se extendían también por esa zona.
Pero, a través del miedo que sentía, su mente le intentaba convencer de que esto era lo que tenía que pasar. Era el pago por conseguir su felicidad. Eso es, felicidad. De nuevo esa sonrisa vacía y escalofriante decoró su rostro.
Se giró hacia su madre, que ahora lloraba frente a ella, tapándose la boca con una mano.
–El Grinch –Susurró, y algo dentro de Sophia se removió. ¿El Grinch? ¿El monstruo verde de las historias? Eso significaba que era real...y que ella estaba maldita.
La niña se acercó a la madre y la sujetó por el brazo. La mujer forcejeó, pero no le sirvió de nada, ya que Sophia volvió a abrir la puerta del salón, y tiró a su madre dentro, que cayó al lado del cuerpo carbonizado de su padre.
Volvió a atrancar la puerta y salió de su casa, mientras esta ardía a sus espaldas. A lo largo de esa noche varios fuegos silenciosos se produjeron en toda la ciudad. Cada casa quemada, cada persona herida, o muerta, hacía que el cuerpo de Sophia cada vez estuviera cubierto por más manchas.
Al final de la noche, Sophia ya no era Sophia. Era un monstruo verde, que danzaba feliz entre las llamas de un barrio completamente arruinado.
***
Cuarenta años después de ese incidente, la gente todavía contando esa ridícula historia. La pequeña Sophia había desaparecido sin dejar rastro, y desde entonces los ciudadanos explicaban que los niños eran más volátiles y más difíciles de controlar y por tanto más vulnerables a la maldición.
Un par de golpes en la puerta devolvieron a Nate al presente. Se giró y abrió lentamente la puerta, para encontrarse con el rostro preocupado de su madre.
– Nate... –El tono de voz de su madre le irritó profundamente. El enfado se extendió rápido y la miró con los ojos entrecerrados, esperando que le regañara.
–Déjame solo. Me voy a dormir. –El tono de voz que usó hizo que la mujer frente a él abriera los ojos, sorprendida. Nate jamás contestaba, siempre se callaba y mucho menos usaba ese tono autoritario que ni él mismo reconocía.
–Ese tono no está permitido con tus padres, jovencito, y lo que has hecho hoy con Tim, no puede, jamás, bajo ningún concepto, volver a ocurrir. –
–Te he dicho...que me dejes solo... –Nate habló con los dientes apretados. Notaba el enfado como una burbuja que subía y subía, desde su estómago hasta la garganta.
Se rascó el brazo de nuevo, cuando notó el picor intenso debajo de la manga. El gesto no pasó desapercibido a su madre, que avanzó hasta él y le remangó la sudadera.
Su rostro palideció al momento y soltó su brazo como si quemara. La mancha verde prácticamente se había extendido desde la muñeca hasta arriba del codo.
–No puede ser... – la voz de su madre salía apenas en un susurro estrangulado, mientras reculaba hasta la puerta.
Vio como la mujer miraba en todas direcciones, buscando algo, hasta que posó la vista en el escritorio de Nate. En concreto, se fijó en unas tijeras que había en un bote de color negro.
Corrió y se abalanzó sobre ellas, alzándolas y apuntando directamente a Nate.
–No puedo dejar que salgas de aquí, que hagas daño a nadie. –Las lágrimas surcaron su rostro, haciéndola hipar descontroladamente.
Nate sabía, en el fondo de su ser, que su madre no podría pararle aunque lo intentara.
–Naaaateeeee –Otra vez esa tenebrosa voz, colándose en su cerebro como una serpiente. –Tienes que hacer algo Nate, quiero salir de aquí, y tú quieres ser feliz. ¿Quieres eso, verdad?, ¿quieres ser libre sin que nadie te prohíba nada?
Nate quería ser feliz, con todas sus fuerzas. Estaba harto de acatar órdenes, y estaba muy harto de su madre y de su padre, de las reuniones, de fingir ser quién no era.
Vio como su madre se colocó frente a la ventana de su cuarto, todavía sujetando las tijeras con fuerza.
–¿Vas a hacerme daño mamá? –Su voz le raspó en la garganta, irreconocible.
Ella abrió más los ojos y un temblor la recorrió entera. Nate se miró de reojo en el espejo y vio una gran mancha que cubría la mitad de su rostro. Apenas le prestó atención, la voz le dijo que no lo hiciera, y ella sabía lo que él necesitaba.
Cuando su madre no se movió, Nate le dedicó una sonrisa tensa. Entonces, tomó impulso y se abalanzó sobre el cuerpo de la mujer con una fuerza desconocida y arrolladora.
Ambos salieron despedidos por la fuerza del impacto, atravesando la ventana y rompiéndola en mil pedazos.
Las tijeras volaron, y ambos cayeron desde gran altura. Nate usó el cuerpo de su madre como escudo, y cuando llegaron al suelo, apenas lo notó. El cuerpo de la mujer, sin embargo, crujió varias veces, mientras la sangre se acumulaba en el césped.
El frío de la noche acarició la cara del muchacho. Inspiró profundo, dejando que la sensación de libertad le guiara. Había muchas casas, muchos padres y muchos hijos a los que ayudar a salir de esta triste ciudad.
–Grinch.... –El muchacho miró hacia el suelo, hacia su madre, que le observaba ya casi sin verle. La ignoró por completo mientras recogía las tijeras que habían caído al suelo, cerca de sus pies.
Observó la mano que sujetaba la tijera, completamente verde. Caminó hacia la ventana de su casa y miró su reflejo. Pero no había rastro de Nate. Todo su rostro y su cuerpo estaba cubierto por un color verde que parecía vibrar.
La sonrisa que le dedicó el monstruo de la ventana le animó a continuar. No había nada de malo en ser feliz, en hacer lo que uno quisiera.
Y con este pensamiento en la cabeza, el Grinch avanzó por la calle oscura, bailando y girando las tijeras entre sus dedos, mientras decidía cuál sería la siguiente casa en la que se divertiría.