"No quiero que te vayas", le dije abrazándolo con fuerza. Una súplica sin sentido, nos veríamos al día siguiente, pero no quería que la burbuja se pinchara, podría vivir en ella por toda la eternidad, entre sus brazos que me devolvían el gesto de la misma manera. "No quiero que te vayas", le repetí sabiendo que era hora, que tenía que irse, que teníamos que despedirnos momentáneamente. La burbuja tenía que romperse en algún momento, aunque no quisiera que todo volviera a ser como antes, que nos tratásemos con la distancia que en ese instante no teníamos. Sabía que él no entendía el por qué de mis sentimientos tan profundos, lo único que entendía era que necesitaba que me abrazara, que me aprisionara contra su pecho como lo había hecho ya; como empezaba a hacérsele costumbre cuando estábamos solos. Hundí la cara en su hombro, quería quedarme con su perfume impregnado en los pulmones, en la ropa, en la memoria. Lo abracé con fuerza todo lo que el tiempo me dejó hacerlo para detenerlo. Pensé en lo que había pasado apenas un rato antes, tenerlo abrazado a mí, sentir su cuerpo pegado a mí, casi como si nos fundiéramos en uno solo. Su respiración chocando contra mi cuello. Sus brazos alrededor de mi cintura. Tuve que separarme por fin, aunque le hubiera repetido hasta el cansancio que no quería que se fuera, que quería tenerlo conmigo hasta que dejara de preocuparnos el tiempo, la hora, el día o la noche, hasta que el mundo se volviera un concepto completamente abstracto, hasta que nosotros fuéramos los únicos que existiera.