Y ahí estaba de nuevo, frente a mí, mirándome con sus ojos negros penetrantes, sentado en mi cama. Le sonreí pasando mi mano con suavidad por su mejilla. Estábamos en completo silencio, pero no nos molestaba, no hacían falta las palabras. Sus manos alcanzaron mi cintura, me atrajeron hacia su cuerpo haciendo que me sentara en sus piernas. Esta vez la lascivia no se hizo presente. Mi corazón golpeó con fuerza mi pecho cuando me abrazó, estaba casi segura que lo sentía. Enredé los dedos en su pelo, acariciándolo con cariño, con ese que no sabía que tenía, pero que ahora le pertenecía únicamente a él. Lo presionaba contra mi cuerpo, casi como queriendo que se fundiera conmigo, que ya no nos separáramos. Sentí sus manos pasar por mi espalda, subiendo y bajando con lentitud. Estaba enamorándome cada vez más con sus gestos. No era capaz de decirle lo que había en mi mente, no encontraba las palabras, de todas maneras sobraban, cualquier cosa que quisiera decirle, se la podía transmitir por mis latidos. Me presionó contra él, casi parecía con cariño, aunque supiera que no era su intención. No me importaba demasiado, me bastaba con tenerlo cerca, poder besarlo hasta que me cansara, o el lo hiciera primero. Sabía que me comportaría como una idiota durante toda la semana, que estaría pensándolo, aunque las cosas no fueran iguales para él. ¿Qué importaba cuando el amor me enceguecía hasta el alma? Lo único que esperaba de su parte era lo que recibía en aquel momento: un abrazo que podía derretir hasta el glaciar más gélido en este mundo. Y ahí estaba de nuevo, entregándome a él como si estuviera debajo de un hechizo en el que caía cada vez que sus dedos pasaban por mi piel, erizándome hasta el último vello del cuerpo, estremeciéndome hasta hacerme temblar. Y ahí estaba de nuevo, contra mi cuerpo, presionándome para no dejarme escapar nunca, aunque supiera que, al final, lo haría de todos modos.