Una patada. Un punto. Gana la pechera azul. Entran dos peleadores más. Rojo contra azul. Un saludo y empiezan. Me tiembla el cuerpo, mi nombre está en las siguientes llaves, pero no me siento preparado. El sabon me da instrucciones, no las escucho, me aturden los gritos de los peleadores y la gente. Quien salga de esa pelea va a ser con quien me enfrente, siempre y cuando pase a la siguiente ronda; siempre y cuando no abandone ahora. Ganas no me faltan. Quisiera salir corriendo ahora mismo, pero había estado preparándome durante meses, había juntado peso por peso para estar acá, no puedo arrepentirme ahora. ¡Si chak! Se reinicia el combate. Ni siquiera sé quién ganó el punto, ni cómo.
—Ese pibe es una máquina —dice el Sabon.
Asiento con la cabeza, no sé de cuál de los dos habla. Me cuesta seguir el ritmo. Me sigue temblando el cuerpo. Soy una hoja, con el primer golpe que me den me voy a romper. Ocho años tenía cuando dejé de entrenar, pero se me ocurrió volver con veintiocho años. No soy un viejo, pero tampoco un pendejo. Si no me defiendo bien a tiempo, me rompen un hueso. ¿Cómo le explico a mi jefe que no puedo ir a trabajar porque se me ocurrió meterme en un torneo de taekwondo y me rompí algo por boludo? No me vienen mal unas vacaciones forzosas por una pierna o un brazo fracturado, pero es un bardo todo lo que tendría que hacer después. Las horas en el médico. La quinesiología después. La pelea se para, el árbitro se acerca a los jueces. Algo le dicen. Rezo porque se hayan dado cuenta que estoy cagado y no quiero entrar a pelear. Seguro se me ve a metros de distancia. Estoy transpirando como si me esperara la horca, en vez de una pelea. Miro el cronómetro, falta poco. Siento las gotas de transpiración correrme por la frente, el cuello y la espalda. Seguro que así se sienten las vacas cuando están a punto de entrar al matadero. Para mí, ese cuadrilátero de tres por cuatro era como uno. Los segundos siguen pasando, se acercan al cero. El sabon me codea, lo miro, apunta a una persona, un hombre el doble de mi tamaño. No escucho si me habla, pero entiendo que con él me toca. Los segundos se están agotando. Me mareo, me da vértigo. Busco la forma de huir. ¿Para dónde estaba la salida? O el baño, puedo encerrarme hasta que me descalifiquen y salir corriendo antes de entrar a esos tatamis azules y rojos derruidos por el tiempo y el uso de miles de torneos. ¿Cuántos habían pasado por esos tatamis llenos de mugre, transpiración y, seguro, sangre? No sé en qué momento me pusieron la pechera roja. ¿Ya había terminado la pelea de la máquina y el otro? No pude buscar la salida por boludo, ahora me tocaba entrar. Me ponen los guantes, el casco, me ayudan con el bucal y me meten a empujones. No escucho las órdenes, pero saludo por inercia. ¡Si chak! Un dollyo a la cara y un apagón.