Estoy de pie en las líneas del frente de la batalla, frente a mi ojos yace un escenario apocalíptico donde los vestigios de la civilización son solo un vago recuerdo. La luz del sol está oscurecida por una cortina gruesa de humo y cenizas que flota en el aire, creando un atardecer perpetuo, un ocaso que parece no acabar nunca.
A mi alrededor, la tierra está magullada y golpeada, llena de cráteres y escombros, vestigios de la devastación que ha traído esta guerra. El olor de la pólvora y la tierra quemada impregna el aire, mezclándose con un aroma inconfundible de muerte y desesperación.
Mis compañeros de batalla están a mi lado, hombro con hombro. Rostros ennegrecidos por el hollín, los ojos lucen cansados pero resueltos. Se puede ver el miedo asomando en sus ojos, pero se muestra escondido detrás de una determinación firme. Cada uno de ellos sabe cuán alto es el precio de esta guerra, pero la esperanza de un mañana mejor nos mantiene en pie, nos mantiene luchando.
De repente, el estruendo desgarrador de un bombardeo cercano rompe la relativa calma. El suelo tiembla bajo los pies y el sonido de los disparos de armas resuena en el aire. Los gritos de los comandantes dan instrucciones sobre el caos, intentando mantener algún tipo de orden mientras el enemigo se acerca.
El enemigo no es una cara, son sombras vestidas con uniformes militares. Como nosotros, también son solo peones en este juego destructivo, forzados a luchar en una guerra que ninguno de nosotros desea. A pesar de la furia y el miedo, hay un hilillo de comprensión y lástima por ellos.
A pesar de todo, hay algo en medio de este ocaso oscuro que hace eco en la humanidad. La solidaridad entre camaradas, la esperanza silenciosa de un futuro pacífico, la determinación de seguir adelante. Por más oscuro que sea el ocaso, por cada golpe que cae, nos recordamos a nosotros mismos por qué estamos aquí. Después de todo, el ocaso precede al amanecer.