Hacía ya muchos años que El patito feo no veía a Hans Christian Andersen, su papá. No es que fuera su padre, padre. Como sabéis, el patito feo es, en realidad, un cisne. Lo que pasa es que Andersen fue el escritor que lo creó. Así que en vez de decir que el patito feo nació de un huevo, sería más justo decir que nació de una pluma: de la pluma y el tintero de Andersen.
El patito feo echaba mucho de menos a su papá. ¿Dónde se habría metido? No sabía por dónde empezar a buscar, así que decidió preguntarle a sus hermanos (y con sus hermanos no nos referimos a los patos que salieron de otros huevos cuando él nació. Ni siquiera a los cisnes que nacieron en el nido donde debió haber nacido). Sus auténticos hermanos eran todos los personajes de cuento que nacieron de la misma pluma de la que nació El patito feo.
Aquella mañana, El patito feo se levantó temprano y se dirigió al mar en busca de La Sirenita.
-Sirenita, sirenita, ¿sabes dónde está papá Andersen? -graznó El patito feo.
-No. Hace muchísimo tiempo que no lo veo -respondió La sirenita.
-¿Podrías buscar en el fondo del mar? Yo no puedo respirar bajo el agua.
La sirenita se sumergió de nuevo entre las olas. Buscó en el arrecife de coral, en cada rincón del barco hundido, en salas, salones y aposentos de su palacio submarino… ¡Hasta en la tenebrosa casa de la Bruja del Mar! Pero nada.
-No hay ni rastro de él en las profundidades. ¡Qué raro! -contó la sirenita cuando emergió de nuevo de entre las olas.
-¿Me acompañas a buscarlo?-pidió El patito feo.
-¡Claro! Pero tengo que pedirle las piernas a la Bruja del Mar. Y ya sabes que, mientras las tenga puestas, me quedaré sin voz -recordó La sirenita.
-Ahora necesitamos más los ojos que la voz. Si no te importa… ¡a mí tampoco! -zanjó El patito feo.
Una vez conseguidas las piernas, la sirenita muda y el patito feo se dirigieron a casa de Pulgarcita.
-¡Pulgarcita, Pulgarcita! ¿Has visto a papá Andersen? -graznó El patito feo.
-No… Ahora que lo dices, hace muchísimos años que no sé nada de él -respondió Pulgarcita, con voz diminuta.
Vamos en su busca. ¿Te vienes? He pensado que como eres diminuta podrás mirar en lugares pequeños y estrechos, donde no podamos entrar. Pulgarcita accedió a acompañar a La sirenita y a El patito feo. Gracias a su pequeño tamaño pudo mirar entre las ramas que se amontonaban en el suelo, dentro de las grietas de las rocas, en los túneles de los topos…
Buscó por todos los lugares minúsculos, pero no había ni rastro de papá Andersen.
La sirenita muda, el patito feo y la niña diminuta acudieron a pedir ayuda a su hermano El ruiseñor.
-Ruiseñor, ruiseñor. Buscamos a papá Andersen. ¿Lo has visto? -graznó el patito feo.
-No, hace muchísimo tiempo que no lo veo -trinó el ruiseñor.
Ayúdanos a buscarle. Puedes volar, podrías buscar desde las alturas. Y llamarle con tu virtuoso canto.
El ruiseñor se sumó a sus hermanos en la búsqueda de papá Andersen. Mientras ellos caminaban, el pequeño pájaro trinaba y observaba el mundo desde las alturas, fijándose en cualquier detalle, por lejano que estuviera. Pero tampoco desde el aire se notaba indicio alguno del paradero de Papá Andersen.
Así que la sirenita muda, el patito feo y la niña diminuta y el ruiseñor virtuoso fueron en busca de La pequeña cerillera.
-Pequeña cerillera, estamos buscando a papá Andersen. ¿Sabes dónde está? -graznó El Patito feo.
-No, hace años que no lo veo -negó La pequeña cerillera.
-¿Nos acompañarías a buscarle? Como tienes una caja de cerillas podrías mirar en los sitios más oscuros.
-Sólo me quedan dos cajas. Si las gasto no tendré dinero para comer… dudó La pequeña cerillera. ¡Pero se trata de papá! No puedo decir que no.
La pequeña cerillera se unió a la comitiva. Prendió un fósforo para buscar dentro de la cueva, otro para mirar en el interior de un árbol hueco, uno más para inspeccionar la madriguera de un conejo… ¡Y tampoco halló pista alguna sobre el paradero de papá Andersen! Así que La sirenita muda, el patito feo, la niña diminuta, el ruiseñor virtuoso y la cerillera pobre fueron en busca de El soldadito de plomo.
-¡Soldadito de plomo, somos tus hermanos! ¿Has visto a papá Andersen? -graznó El Patito feo.
-Es cierto que hace ya mucho tiempo que no sé nada de él -pareció caer en la cuenta El soldadito de plomo.
-Lo estamos buscando por todas partes, ¿nos ayudas a encontrarlo?
-Solo tengo una pierna. Camino despacio y os retrasaría -advirtió el soldadito.
-Pero tienes un barquito de papel. Si navegas río abajo podrás buscar más rápido por las orillas -argumentó El patito feo.
El soldadito aceptó acompañarlos. Subido en su barquito navegó por el río peinando la ribera con la mirada. Pero como el barquito era de papel, pronto se deshizo con el agua.
Después de ese incidente, todos los hermanos estaban muy desanimados. ¡Nunca encontrarían a papá Andersen, a no ser que…
¿Y si le preguntamos a La reina de las nieves? – dijo Pulgarcita.
Se hizo el silencio. La sirenita era la única que intentaba hablar, pero como no le salía la voz, negaba enérgicamente con la cabeza mientras hacía gestos descontrolados con las manos.
-Nuestra hermana tiene el corazón de hielo -graznó El Patito Feo
-Es muy peligrosa -trinó El ruiseñor
-¡Nos va a hacer daño! -se quejó El soldadito de plomo.
¡Pero tenemos que encontrar a papá Andersen! -Insistió Pulgarcita.
Finalmente, La sirenita muda, el patito feo, la niña diminuta, el ruiseñor virtuoso, la cerillera pobre y el soldadito cojo se encaminaron al Palacio de La Reina de las Nieves.
El paisaje se volvió frío, congelado. Nevaba tan fuerte que apenas podía distinguirse, en lo alto de la montaña, el palacio de hielo de La Reina de las Nieves
Llamaron al gran portón. Pero nadie contestó. Por arte de magia, la puerta comenzó a abrirse. Los hermanos pasaron a un lóbrego y frío salón.
-¿Quiénes sois? ¿Cómo os atrevéis a entrar en mis dominios? -casi aulló La Reina de las Nieves.
-Somos tus hermanos. Estamos buscando a papá Andersen. ¿Lo has visto? -se atrevió a preguntar El Patito Feo.
La Reina de las Nieves los observó.
-¿Mis hermanos? ¡Yo no tengo hermanos!
-Sí, todos salimos de la misma pluma. De la pluma y el tintero de Papá Andersen. Lo estamos buscando, ¿Sabes dónde podemos encontrarlo? -insistió La pequeña cerillera.
Se hizo un incómodo silencio.
-Está aquí -respondió La reina de las Nieves – Se vino a vivir a mi palacio cuando me quedé completamente sola por mi maldad. Papá fue el único que nunca me abandonó -dijo La Reina de las Nieves, notando cómo se le quebraba la voz.
-¿Puedes decirle que hemos venido a visitarle? -preguntó Pulgarcita.
La reina de las nieves dudó.
-Ahora mismo está muy ocupado. Acompañadme, pero guardad silencio -accedió finalmente La Reina de las Nieves.
Los hermanos la siguieron por intrincados pasillos, retorcidas escaleras de caracol, oscuros túneles… Hasta que al fondo de una de las galerías, vieron el resplandor de un candil que salía por una puerta. Se acercaron sigilosos. La reina se llevó un dedo a los labios pidiéndoles silencio.
-Está escribiendo nuevos cuentos. Es mejor no molestarle -susurró La Reina de las Nieves.
Allí estaba papá Andersen, sentado frente a su escritorio. De su pluma nacían nuevos e increíbles personajes que, acto seguido, se desvanecían en el aire. Alertado por un ruido, Papá Andersen levantó la mirada en dirección a la puerta.
-¡Mis queridos hijos! ¡Qué alegría volver a veros! ¡Oh! ¡Mírate, patito Feo! ¡Pero si estás guapísimo! Y tú, Pulgarcita… ¡Cómo has crecido!
Entonces la sirenita muda, el patito feo, la niña diminuta, el ruiseñor virtuoso, la cerillera pobre, el soldadito cojo, y hasta la malvada reina, corrieron a abrazar a su padre.