Había una vez una niña llamada Caperucita Roja. Era llamada así, porque lucía a diario una bella capa roja que le había cosido con mucho cariño su mamá, y ella la vestía con ternura.
A Caperucita, que era una niña muy buena, le gustaba visitar cada día a su abuelita que vivía atravesando el bosque. Una mañana, la mamá de Caperucita le encomendó llevar unos bizcochos calientes y recién hechos a su abuela, que se encontraba algo enferma. Como la mamá de Caperucita no la podía aquel día acompañar, advirtió a la pequeña para que fuese muy prudente en el camino, puesto que atravesar el bosque conllevaba siempre ciertos peligros.
Recibidos los consejos, emprendió el camino hacia casa de su abuela Caperucita, muy contenta y con ganas de verla y entregarle sus bizcochos. Corría dando saltitos y cantaba jovialmente por el camino la pequeña, entreteniéndose a cada paso ante la belleza del bosque:
¡Qué fresas tan rojas!- Exclamó Caperucita, asomada entre la hierba.
Mientras degustaba con apetito y alegría las fresas maduras, recordó las palabras de mamá e imaginó a su pobre abuelita en cama, y Caperucita reanudó el camino.
Pocos pasos después, Caperucita se encontró con una mariposa preciosa que la condujo con su contoneo hasta un árbol, cuyas raíces se encontraban cubiertas de cientos de margaritas blancas. No pudo evitar Caperucita detenerse de nuevo ante el primoroso perfume que desprendían, y ante su humilde y gran belleza.
¡Qué bonitas son!- Exclamó la niña, mientras organizaba concienzudamente un ramillete para llevar a su abuela.
Escuchó de pronto entre la maleza unos extraños ruidos. Entre los árboles, los ojos atentos de un lobo fiero observaban a la pequeña, que quiso reanudar sin conseguirlo de nuevo el camino:
¿Dónde vas, pequeña?- Preguntó el lobo con extraña amabilidad a Caperucita Roja. Voy a casa de mi abuelita que está enferma. Debo entregarle estos bizcochos – Respondió Caperucita asustada y con apenas un tenue hilillo de voz. Pues creo que estás errada en tu camino, y este que te señalo es mucho más corto.
Confiada la pequeña Caperucita ante las palabras del lobo, que parecía tan amable, emprendió el nuevo camino. Pero el recorrido que el lobo había señalado a Caperucita era el doble de largo que el anterior, y la pobre Caperucita llegó a casa de su abuela casi de anochecida y con los bizcochos recién hechos completamente fríos.
¡Mientras espero a la niña, me comeré a su abuela!- Exclamó el lobo cruel y feroz, que había tomado el camino más corto, ante la puerta de la casa de la abuelita. ¿Quién es?- Preguntó la abuela de Caperucita desde la cama, al escuchar dos toques sobre la puerta. ¡Soy yo abuela, Caperucita!- Exclamó el lobo feroz con una voz muy suave y delicada.
La abuelita sin sospechar nada del cruel engaño, abrió la puerta al lobo feroz, y nada más entrar por ella de un bocado se la comió. Vestido con las ropas de la abuela, decidió esperar el lobo feroz en la cama a Caperucita, que un poco más tarde llamó a la puerta:
Abuelita, ¿estás ahí?- Preguntó la pequeña Caperucita Roja.
Y desde la cama, el lobo imitó su voz:
¡Si, hija mía! ¡Pasa! – Respondió el lobo. Abuelita, ¡pero qué voz tan ronca tienes! – Exclamó la niña asombrada al acercarse a la cama – Y…. ¡qué orejas, abuelita! Son…para oírte mejor – Dijo el lobo, hambriento. ¡Y qué ojos tan grandes! Son…para verte mejor – Dijo el lobo, ansioso.
Y Caperucita Roja, extrañada y algo asustada, exclamó en último lugar:
Y ¡qué boca tan grande tienes!
Y el lobo, saltando de la cama de la abuela y dando un feroz rugido, contestó a la niña:
¡Para comerte mejooooor!
Y, tras aquellas palabras, se comió el lobo también a la pobre Caperucita. Saciado de su hambre, decidió echarse una siesta en la cama, quedando dormido profundamente durante algunas horas…
Paseaba mientras tanto por allí, un cazador que andaba tras el rastro de un lobo. Cansado, y divisando desde no muy lejos la casa de la abuela de Caperucita, decidió aproximarse para ver si los dueños le ofrecían su hospitalidad y podía descansar así un rato en ella. Extrañado ante el silencio, decidió el cazador mirar por la ventana de la casa para ver si se encontraba habitada o no.
¡Dios mío, el lobo! – Exclamó atónito el cazador al ver tras los cristales al lobo que tanto había perseguido, metidito en la cama y con la barriga muy llena, en la habitación – ¡He dado con él!
Y lentamente y sin hacer ruido, el cazador entró en la casa por la ventana, y liberó a la abuela y a Caperucita de las entrañas del animal.
¡Qué suerte que haya llegado a tiempo! – Gritó la abuela aturdida y muy agradecida al cazador.
Desde lejos se veía correr a la madre de Caperucita, que asustada por la tardanza de su hija, se había acercado también a la casa. Y así, todas agradecieron al hombre su acción y lloraron de alegría.
¡Qué miedo he pasado abuelita! – Exclamó Caperucita Roja, recuperándose poco a poco del susto.
Y tras abrazarse fuertemente a la abuela y despedirse de ella, Caperucita Roja y su madre volvieron a su hogar sin despistarse, ya nunca más, ni un segundo del camino.