Érase una vez una humilde joven, cuyo difunto padre había contraído, en una ocasión, matrimonio por segunda vez. A la pérdida de sus queridos padres, se sumaba ahora una nueva familia formada por una antipática madrastra y sus dos hijas caprichosas y descaradas.
Aquella madre y sus hijas trataban muy mal a la joven huérfana. La obligaban a realizar todas y cada una de las tareas de la casa, y destinaban para su vestimenta andrajos, mientras ellas se engalanaban con las telas más ricas jamás habidas y con los mejores perfumes. A Cenicienta, que así la llamaban por su color de piel tiznado de las cenizas que a menudo barría junto a la chimenea, su madrastra y sus hermanastras la envidiaban a más no poder por la enorme belleza que a cada paso irradiaba.
Y de este modo, decidieron burlarse una vez más de ella, con motivo del baile que el príncipe de aquel lugar pensaba organizar para buscar esposa. ¡Cuánto se había ilusionado la pobre Cenicienta con la noticia de aquel baile, pensando que al menos por un día podría dejar de barrer y vestirse elegantemente! Sin embargo, aquel no era el destino que su madrastra tenía pensado para ella. Aquella egoísta y cruel mujer, que había visto en la fiesta la ocasión perfecta para casar a una de sus hijas y emparentar con la mismísima realeza, decidió prohibir a Cenicienta acudir a aquel baile, recordándola al paso sus tareas en el hogar. Procuró la madrastra buenos y ricos vestidos a sus hijas para el baile, las cuales presumían frente a una desconsolada Cenicienta.
Llegado el día, Cenicienta observaba deslumbrada los preciosos vestidos de sus hermanastras, al tiempo que las peinaba:
¡Qué desgraciada soy!- Dijo para sí Cenicienta sollozando, mientras observaba a la madrastra y a sus hijas partir finalmente hacia el baile del príncipe.
Cuando de pronto, una luz muy brillante se apareció al fondo de la chimenea, que se encontraba apagada.
No llores más, niña- Dijo una voz muy suave y cálida.
Cenicienta levantó la cabeza, y divisó frente a ella a un hada que sonreía a la joven con mucha ternura:
Por haber sido una joven tan buena, te concederé el deseo de acudir al baile del príncipe. Pero yo no tengo ropas adecuadas para acudir, solo tengo ropas para limpiar la casa- Replicó la joven triste y aturdida.
El hada condujo a Cenicienta hasta el jardín, y allí como de la nada, surgió una enorme calabaza:
Tu carruaje te espera. ¡Corre!- Exclamó el hada. Pero… ¿Cómo? Si es solo una calabaza- Contestó Cenicienta muy confundida.
Y de pronto, al posar su mano sobre la gran calabaza que había brotado en el jardín, ésta se convirtió en un hermoso carruaje, y Cenicienta pasó de estar vestida con ropas humildes y estropeadas, a lucir el vestido más brillante y bello que había visto jamás.
Ve, pequeña. Pero antes de que den las doce, deberás estar de vuelta en casa- Dijo el hada a Cenicienta, mientras le entregaba unos preciosos y brillantes zapatos de cristal.
Deslumbrados quedaron todos los asistentes que habían acudido al palacio del príncipe, cuando Cenicienta apareció en el salón de baile. Tan preciosa y cambiada estaba, que ni su madrastra, ni sus hijas, reconocieron bajo el vestido a la humilde joven, que disfrutó y bailó como nunca lo había hecho junto al príncipe, al cual no le había pasado desapercibida la presencia de la joven que irradiaba felicidad.
Las horas se le hicieron segundos a Cenicienta, y el reloj marcó las doce en el salón de baile. Rápida, sin despedirse del príncipe, y perdiendo en la carrera hasta uno de sus bellos zapatitos de cristal, emprendió la vuelta a casa que había prometido al hada. Recogió entristecido el príncipe, el zapato de Cenicienta, con la esperanza de volverla a encontrar, y decidió al día siguiente buscarla, probando dicho zapato a cada una de las mujeres jóvenes de la ciudad.
Finalmente, y tras haber probado el zapato a todas las mujeres del pueblo, terminó el príncipe en casa de Cenicienta. Tras probarse la madrastra y sus dos hijas el zapato de cristal, Cenicienta hizo la prueba, y al fin el príncipe (muy sorprendido por ver a la joven con aquellas ropas y rodeada de útiles de fregar), pudo reconocer a la joven que tanto había buscado de aquí a allá.
Propuso tras la prueba el príncipe matrimonio a Cenicienta, y de este modo la joven pudo abandonar la casa que tanto sufrir la había hecho, y ser feliz a partir de entonces y querida de verdad.