Érase una vez un rey muy vanidoso al que le gustaba vestir muy elegante, y que gastaba a manos llenas el tesoro del reino, comprando trajes nuevos sin parar. A aquél rey no le gustaba hacer nada más. Ni acudir al teatro, ni pasear…Vivía por y para lucir sus galas, cambiándose de ropa a cada rato y mirándose al espejo sin parar.
Un día, como en el reino todos conocían la afición y los deseos del rey, dos descarados ladrones decidieron embaucarle haciéndose pasar por sastres y vendedores de finísimas telas. Acudieron al palacio y acercándose a los soldados que custodiaban la puerta dijeron:
• Queremos ver a tu rey. Traemos finísimas y ricas telas para él.
De este modo, los pícaros y falsos sastres consiguieron adentrarse en palacio y ver finalmente al rey, frente al cual aseveraron ser los mejores sastres habidos en el mundo, y poseer los trajes más hermosos jamás vistos en ningún lugar. El rey, muy entusiasmado, pidió le enseñasen las telas que decían portar, pero, por más que lo intentaba, no conseguía ver lo que aquellos hombres decían mostrar:
• Es que esta tela, mi rey, es tan fabulosa, que solo las personas más sabias pueden conseguir verla – Exclamó uno de los dos bandidos.
• ¡Dios me ampare! – Dijo para sí el rey- Porque… ¡no logro ver nada!
Pero como el rey era tan vanidoso, no quería pasar por necio ante sus súbditos, y dijo a los falsos sastres:
• ¡Qué tela tan maravillosa y fina! ¡Hacedme un traje con ella!
• La tela es muy costosa, señor.
• ¡Qué importa el dinero!- Dijo eufórico el rey, entregándoles un saco repleto de oro obtenido del arca, en la cual, se guardaba toda la riqueza del pueblo.
Tras ello, los estafadores fingieron coser en una habitación del palacio, mientras a escondidas, reían, comían y bebían muy felices celebrando su cruel engaño.
Qué ganas tenía el rey de ver su nuevo traje. Tanto, que ni siquiera podía conciliar el sueño y se asomaba a la ventana de la habitación, en la cual se encontraban los falsos sastres, para cerciorarse de que trabajaban:
• ¡Qué ritmo! ¡Qué excelentes trabajadores! – Dijo el rey, muy contento, al observar la luz de la habitación encendida aún a altas horas de la noche.
A la mañana siguiente, el rey se levantó de la cama a toda prisa, ansioso por ver su traje.
• Precioso traje ha quedado, ¿verdad mi rey? ¿Observa bien el detalle de los bordados?- Dijo con descaro uno de los falsos sastres.
• Eeehh…Sí, es muy bonito- Contestó confuso el rey.
• Pues, ¡pruébeselo!
Y el rey, vanidoso como era, y dispuesto a mostrar a todos que también era sabio, ordenó rápidamente a su mayordomo que cogiese el traje y se lo probase.
• ¡Torpe! ¿No ves que lo estás pisando?- Exclamó enfadado el rey dirigiéndose al pobre mayordomo, que se encontraba atónito.
• ¡Qué elegante, su excelencia!- Decían los falsos y timadores sastres, casi riendo a carcajadas.
Y, finalmente, el rey decidió caminar por el palacio, altivo y orgulloso de su nuevo traje. Después, organizó toda una marcha festiva con sus soldados, para poder lucir también ante el pueblo su nuevo y magnífico atuendo real.
El pueblo, que observaba mudo e impresionado al rey, no se atrevía a decir que se encontraba desnudo. Salvo un niño, que ajeno aún a las reglas del decoro, dijo risueño:
• ¡El rey está desnudo!
Tras aquellas breves e inocentes palabras, todos se animaron a murmurar y a reír. Y el rey entendió, tras escuchar al niño y observar al pueblo, que había sido engañado por culpa de su soberbia, su vanidad y su egoísmo.