Sir Héctor era dueño de un castillo. Con él vivían su perezoso hijo Kay y un paje llamado Arturo.
Arturo, un niño flacucho, trabajaba sin parar. Casi antes de la amanecida, saltaba de la cama e iba al bosque a cortar leña. Luego, llevaba la leña al castillo. También ayudaba en la cocina, fregando platos y ollas. Pensaba que, si lo hacía todo bien, quizá le nombrasen caballero.
Era aprendiz de carpintería, limpiaba las armas de los señores y barría el suelo. Todo con muy buena voluntad. Pero un día apareció una nube de humo en el salón del castillo y de ella salió un viejo, que dijo:
– Soy el mago Merlín y vengo para educar a Arturo.
Sir Héctor y Kay se rieron mucho y respondieron:
– Arturo no necesita sus lecciones.– Pues yo opino que sí. – Insistió Merlín.
Merlín les hizo una demostración de sus poderes haciendo caer nieve sobre Sir Héctor y Kay. Padre e hijo temblaban de frío y le pidieron que parase la magia. Tras esto, Merlín eliminó la nieve y se volvió hacia Arturo diciéndole:
– Ahora te toca a ti. Te transformaré en un pájaro e iremos a recorrer el mundo. Así es como se aprende.
Dicho y hecho. Arturo se convirtió en pajarito y echó a volar, pero cayó en la casa de la bruja Mim, que se puso muy contenta al verle:
– Me quedaré contigo y tendré a Merlín en mi poder.
Pero Merlín, que venía detrás, apareció y dijo:
– Vamos, Mim, devuélveme a Arturo. Me pertenece.– ¿Estás hablando del pajarillo? Si lo quieres, ven a buscarlo.- Dijo Mim.
De pronto, Mim se transformó en un horrendo dragón con las fauces abiertas delante del encantador. Merlín desapareció quedando su gorro sobre el suelo; Mim lo levantó y vio un conejo que se transformó en zorro y decidió correr tras él.
El duelo continuó, convirtiéndose cada uno en un animal capaz de vencer al otro. No era cuestión de tamaño, sino de rapidez e inteligencia. Mim, desesperada, se volvió dinosaurio mientras Merlín se convertía en el virus del sarampión. Contagiado el dinosaurio, ya no era enemigo para nadie, y de este modo Merlín ganó.
Arturo, que era aún un pajarito, voló hacia el castillo. Allí su educación continuó: Merlín le hizo conocer el agua transformándolo en pez y, después, convertido en ardilla, Arturo recorrió el bosque. ¡Estaba aprendiendo mucho!
El invierno siguiente, Sir Héctor dijo a Arturo:
– Mi hijo y yo vamos a Londres a participar en un torneo en el cual el vencedor será coronado rey. Vendrás con nosotros como escudero de Kay.
Arturo se sintió encantado de ser escudero. Preparó los caballos para Sir Héctor y para Kay, así como un burro para él. Viajaron varios días y Kay iba planeando lo que haría como rey de Inglaterra, cuando por fin llegaron a Londres. Los mejores caballeros del reino participaban en el torneo. Cuando finalmente Kay se disponía a salir, éste ordenó a Arturo:
– Ve a buscar mi espada.– Ya voy- Respondió Arturo, que salió corriendo.
El niño estaba asustado. En aquel momento se había dado cuenta de que había olvidado traer la espada.
– ¿Y ahora? ¡Estoy perdido! ¿Dónde conseguiré una espada para Kay?- Se dijo el muchacho lleno de miedo.
En aquellos instantes Arturo vio algo extraño: una espada clavada en una piedra.
– ¡Qué suerte! ¡Una espada! ¡Se la llevaré a Kay!- Pensó.
Cuando volvió con la espada, Sir Héctor vio que no era la espada de su hijo. Arturo le contó lo que había pasado, pero nadie le creyó. Sin embargo, en la propia espada se encontraba escrito:
«Quien consiga arrancar esta espada de la piedra, será por derecho de nacimiento como rey de Inglaterra».
Todos los caballeros conocían la leyenda y decidieron clavar de nuevo la espada en la piedra. Después intentaron arrancarla, pero nadie podía. Finalmente cuando le tocó a Arturo, tan sólo fue tirar… ¡y listo! Su mano la sacó.
Así Arturo fue aclamado rey de Inglaterra por todos los caballeros, siendo coronado. Y reinó durante muchos, muchos años, teniendo a su buen amigo Merlín como consejero.