Había una vez, en las profundidades del mar (donde los corales se esconden y el agua es más fría), una dulce sirena que nació en una tarde cálida de verano. Su cabello era largo como las noches de invierno y su piel del color de la blanca arena, sin embargo, aunque era tan bella que parecía de otro mundo, la razón por la que la amaban todos los habitantes del mar era por su suave forma de ser y por la amabilidad con la que trataba a todos por igual, sin importar si se trataba de peces grandes o pequeños.
La sirenita creció poco a poco y no había nadie en el mar que no hablara de su dulce amabilidad, de la forma en la que se esforzaba por ayudar a los más necesitados o de su canto marino, que podía hacer dormir incluso a la ballena más nerviosa.
Un día, cuando la sirena se hizo mayor, un gran barco cruzó el mar de un lado a otro, llevando en su interior a un amable príncipe. Y aunque los humanos eran raros, porque en vez de nadar, caminaban, esto a la dulce sirenita no le importó para nada, y rápidamente se enamoró. Sin embargo, su padre, un gran tritón que desconfiaba de los humanos, se negó por completo a que su niña se relacionara con los humanos.
¡Pero qué poco podía hacer el tritón! Pues su hija sentía amor verdadero y no atendía a razones. Así, un día la sirenita se escapó de casa y fue en busca del brujo del océano, un pulpo rojo que tenía muy mala fama, pero que decían que era capaz de convertir a una sirena en una ser humano.
Qué dulce es el amor de los jóvenes − dijo el brujo burlón−. Puedo hacer que tu cola se convierta en piernas, pero tienes que pagar un precio por eso. ¡Haré cualquier cosa! −dijo la sirenita emocionada. Si el príncipe no te da un beso de amor verdadero antes de que caiga el sol el tercer día, te convertirás en espuma de mar−explicó el cangrejo y, aunque la sirenita sintió mucho miedo, aceptó el acuerdo.
La mañana del primer día amaneció, y la sirenita fue encontrada en las orillas más cercanas del castillo. Inmediatamente fue llevada al príncipe, quien le dio alojamiento en su hogar y la trató desde un principio con mucha amabilidad. Los segundos y las horas pasaron rápidos, y la sirenita y el príncipe se hicieron grandes amigos. Pasaban cada momento que pasaba juntos, pero él, aparentemente, no sentía amor de la forma en que ella lo hacía.
No importa si no me quiere como yo le quiero a él −le contó al segundo día la sirenita a la luna− soy feliz solo con pasar tiempo a su lado y, si al llegar el anochecer mañana me convierto en espuma de mar, no tendré remordimientos en mi corazón.
Así llegó el tercer día y el príncipe emocionado fue a buscar a su amiga, encontrándola paseando por la playa. Jugaron con las olas que iban y volvían en la orilla y se divirtieron mucho. Pero, cuando llegó la tarde, la sirenita creyó que era importante despedirse de su gran amor:
Me iré cuando caiga el atardecer y no nos veremos nunca más −dijo triste la sirenita− pero quiero que sepas que te quiero mucho. No quiero que te vayas, eres muy especial para mí −aseguró el príncipe, y se acercó a darle un beso en la mejilla a su amiga, que se sintió tan feliz que se puso a reír.
Y así fue cayendo la tarde, llegó la noche y amaneció el siguiente día. La sirenita había dado su cariño desinteresadamente y había encontrado en el príncipe un gran amigo y un amor verdadero, y no se convirtió en espuma de mar ni volvió a ser sirena porque, desde ese día, ambos vivieron muy felices, juntos y enamorados.