En lo más profundo de un hermoso bosque había una casa de madera, tan linda como las que pintan los grandes artistas en sus cuadros de paisajes. Este hogar le daba cobijo a una familia de osos: estaba papá oso, muy grande y pesado; mamá osa, más baja y risueña; y por ultimo estaba el bebé oso, pequeño y adorable.
Un día, como era habitual, mamá osa había preparado una deliciosa avena para desayunar, y aunque los tres estaban muy hambrientos, prefirieron salir a dar una vuelta antes para esperar a que se enfriara la comida y así no quemarse la lengua.
Tal fue la casualidad que, justo un momento después una niña a la que llamaban “Ricitos de oro” se encontró con la bella casa de madera y, aunque tocó sin parar, nadie abrió la puerta. Pensando que el lugar estaba vacío la niña entró sin permiso y se puso a mirarlo todo, descubriendo que en la cocina estaban servidas tres tazas de avena que tenían distintos tamaños: una muy grande, una mediana y otra pequeña.
—Ay… ¡tengo tanta hambre! —dijo Ricitos de oro acariciándose la tripa― No creo que nadie vaya a comerse esta avena y sería una lástima que se desperdiciara.
Probó entonces un poco de la avena de la taza grande, pero estaba demasiado fría para su gusto, por lo que pasó después a la taza mediana y dio un grito cuando se quemó la lengua, porque estaba demasiado caliente para su gusto. Fue la última taza, la más pequeña, la que probó al final y la que le pareció perfecta y deliciosa. Y así comió y comió de la pequeña taza hasta dejarla vacía.
—Me siento muy satisfecha —dijo Ricitos de oro con una gran sonrisa y las mejillas aún llenas de comida.
Al rato decidió que quería reposar un poco y se puso a pasearse por la sala, donde encontró tres sillas de diferente tamaño. Una muy grande, a la que apenas podía subirse, otra mediana que era muy ancha y, por último, una pequeña silla que era ideal para su tamaño. Lo que no imaginó la niña es que al sentarse, la silla tan frágil se rompería con su peso.
Después Ricitos de oro, que tenía cada vez más ganas de tomar una siesta, subió las escaleras de la casa y entró en la única habitación que había, donde encontró tres camas de diferentes tamaños. La más grande era dura y no le gustó y la mediana estaba tan blanda que se hundía por completo en el colchón, así que tampoco le gustó. La más pequeña, por su parte, no era demasiado blanda ni demasiado dura, por lo que Ricitos de oro, con un gran bostezo, decidió que era perfecta y se quedó dormida en ella en pocos minutos.
Al poco rato, la familia de osos (que por fin había regresado de su paseo mañanero) se llevó una gran sorpresa al encontrar la puerta de la entrada abierta, por lo que con precaución y curiosidad todos entraron a investigar lo que sucedía:
—¡Alguien entró sin permiso, probó mi avena y movió mi silla! —dijo papá oso muy enojado.
—Alguien probó mi avena y movió mi silla —dijo mamá comenzando a enojarse también.
—¡Alguien se comió toda mi avena y también rompió mi sillita! —dijo el pequeño oso con ganas de llorar.
Y todos juntos subieron a la habitación y fueron a revisar sus camas:
—Alguien se acostó en mi cama y tiró al suelo la almohada —dijo papá oso furioso.
—Alguien se acostó en mi casa y desordenó las sábanas —dijo mamá osa enojada.
—¡Hay alguien en mi cama! —Gritó el pequeño oso llorando sin parar.
Con los gritos, Ricitos de oro se despertó de inmediato, asustándose al ver a tres osos de diferentes tamaños dentro de la habitación. Saltó de la cama y se echó a correr escaleras abajo, gritando mil disculpas mientras se iba al bosque de nuevo, sin la intención de volver nunca más a la casa de los osos. ¡Menudo susto para todos!